El jabón
"La vida hay que tomarla con amor y con humor. Con amor para comprenderla y con humor para soportarla".
Anónimo
Al subir al avión, de regreso, una de las azafatas que por protocolo y cortesía aeronáutica recibía a los pasajeros, mostraba un semblante rígido, carente de aquella y obsequiosa sonrisa de rigor. Firme, elegante y espigada como una mata de coco, nos saludaba con sus buenos días. Sin embargo, evitaba meter –tal vez sería mejor decir: esquivaba dirigir su mirada– su cara hacia el interior de la aeronave.
Por el trato hacia la chica concluí que la conocía ya que, luego del saludo con las cortesías zalameras de obligado cumplimiento, mientras todos los visitantes, dos o tres personas, observábamos callados, sacó de uno de sus bolsillos grandotes del también mayúsculo pantalón de caqui, un par de jabones de tocador marca Cadum –el jabón cosmético de moda, perfumado y con bonita forma que, a efectos subliminales, a mí todavía me sigue pareciendo estar viendo a Susana Giménez con su shock de frescura–. Era evidente que se trataba de un halago para la recepcionista. La joven tomó el par de jabones, recuerdo eran de empaque verde, y los guardó discretamente en su escritorio. De inmediato, don Pedro entró raudo a la entrevista, mucho antes –por supuesto– de quienes habíamos llegado previamente. Rato después, regresó y se despidió de la oficinista con la misma zalamería del comienzo. En esos tiempos –y en el presente con mucha más razón dada la ausencia absoluta de los anaqueles de toda clase de mercados en Venezuela–, los jabones abrían puertas. ¡Qué bueno sería tener ahora uno de esos Cadum, aunque también vendrían bien un par de Salvavidas!
Anónimo
Por Edinson Martínez
La costumbre de bañarse a diario –a veces más de una vez– en nuestros países, es un antiquísimo hábito de pulcritud, heredado de aquellos tiempos remotos del guayuco o taparrabo que modestamente exhibían nuestros antepasados. Esta práctica de higiene personal llamó poderosamente la atención de quienes pisaron por primera vez nuestro continente en el ocaso del siglo XV. Es oportuno advertir –y valga la digresión explicativa, no nos vaya a salir alguno de esos puntillosos que sobre temas históricos no perdonan el menor desliz– que demostrado está que desde mucho antes de aquella aventura transoceánica iniciada en Puerto de Palos –como se nos enseñaba desde el tercer grado de instrucción primaria, en esos lejanos días en que los maestros estaban autorizados por nuestros padres a doblarnos las rodillas y/o sacarnos las lágrimas por alguna travesura u omisión académica– hacia esta parte del mundo, otros ya habían pasado revista con relativa asiduidad a los predios exóticos de lo que hoy en día es el subcontinente de las mayores desigualdades sociales del planeta: Latinoamérica.
Pues bien, siendo el baño frecuente una novedad de ostensibles beneficios sobre nuestro cuerpo, su higiene, y naturalmente, el olor que emana de este, no dudo en pensar que fue bien acogido por los conquistadores europeos, y como se acostumbra decir por estos días, fue nuestro legado para ellos que, dependiendo del cristal con que se mire el asunto, podría incluso ser uno de nuestros mejores aportes para el viejo mundo.
Pero, como en todas las sucesiones, los beneficiarios –y beneficiarias, diría uno de estos maniáticos de las precisiones del género y no del idioma– pueden optar libérrimamente por asumir o tomar el legado en cuestión, o bien, rechazarlo, desentendiéndose de este modo de aquello que a otros ha costado ingentes esfuerzos construir. Así, pasado el tiempo, algunos entonces recibieron y practicaron en lo sucesivo el comentado hábito con absoluta devoción, mientras que otros, pues lo desdeñaron. Hace algunos años fui a Margarita, cuando tomar el sol en alguna de sus playas era una experiencia babélica.

Dentro, con nuestro calorcito tropical expresado al máximo, una legión de caras rubias y cabellos de tonos Igora Royal 9FA, generaba un atmosférico* ambiente cargado de un vaho encebollado que súbitamente me hizo comprender la razón de la mirada toreada de la aeromoza.
Había casi olvidado aquella escena de finales del siglo pasado, pero hace unos días volví a recordarla en medio de una interesante y estimulante aventura –de qué otro modo podría calificarse una experiencia como esta, sino es a partir de la nueva interpretación de la realidad, aquella según la cual, el mundo al revés para otros, es el derecho para nosotros: lo feo es bonito, lo malo es bueno, la guerra es la paz, una mentira la verdad, las colas una ficción, y la inseguridad una sensación–, donde después de una semana en cola, léase bien, una semana, para comprar una batería a mi carro que, justo el treinta y uno de diciembre me dejó varado, tuve el momento preciso de experimentar la mezcla de aromas, tufos y tufillos que la ausencia de jabón, primero y, luego, desodorante –ese maravilloso invento de la modernidad para corregir nuestros defectos de fábrica– se manifiesta ante el calor acumulándose por los intensos rayos solares de esta región del mundo, en la que democráticamente nos fuimos igualando a todos bajo la misma condición mal oliente. Ahí, entonces, uno descubre el barro del cual estamos hechos.
Cuando era niño solía venderse en todos los comercios, además con una abundante publicidad en medios impresos y audiovisuales en el país, un jabón de tocador conocido como Salvavidas, lo recuerdo de un color anaranjado, de forma hexagonal y muy duro al tacto. Tenía un olor extraño, un aroma a no sé qué cosa horrible, tan desagradable que, al compararlo con los otros jabones disponibles en el mercado, bien podría emplearse para uso de mascotas. Hasta su forma, pero, principalmente, su olor, remedaban las mismas propiedades de aquellos indicados específicamente para tales usos. Pues bien, en esos días de cola llegué a extrañar un Salvavidas. Comienzo a recordarlo hasta con cariño, en una especie de nostalgia en la que se reconcilian los malos recuerdos con el presente, hecho que se repite con alguna frecuencia cuando los humanos intentamos edulcorar el pasado para contrastarlo con el presente, llegando incluso a extrañarlo, aun sabiéndolo horrible. Por eso, ahora: ¡qué maravilloso sería tener un Salvavidas!
Llega asimismo a mi memoria un episodio jabonoso de hace algunos años, anecdótico como ha sido esta breve crónica. Para la primera mitad de la década de los ochenta. Estando de visita por razones laborales en una empresa transnacional, petrolera, mientras esperaba el turno para ser atendido, en la sala de recepción, una joven secretaria nos recibía a todos con exquisita cordialidad. Al cabo de unos minutos, tal vez un cuarto de hora, un hombre muy grande, tan inmenso de largo como de ancho, hizo su entrada en la pequeña oficina, venía complaciente y jovial, según parece, como siempre. Tenía idea de haberlo visto antes, y, en efecto, así era, constantemente su fotografía aparecía en la prensa regional asociada con alguna noticia del ámbito en que se desempeñaba. Nunca lo había visto en persona, pero no habría sido necesario para identificarlo al instante, pues su inolvidable cara destacaba por un bigote tan grueso como una brocha de tres pulgadas. Llevaba unos grandes anteojos de carey que no sé por qué hacían juego con un grotesco peinado hacia atrás al estilo Brylcreem. Indudablemente que su fisonomía era de una irrepetible singularidad. El caso es que se acercó diligente, ágil –como no se imaginaría nadie que lo viera a primera vista–, hasta la chica recepcionista. Supe en el acto que se trataba de don Pedro Gauna Moreno, un veterano dirigente sindical petrolero de aquellos años.
Nota:
Este artículo fue publicado en el año 2016 en el marco de una enorme escasez de cosméticos y productos de higiene personal, además de otros tipo de bienes en Venezuela.
*.- Expresión de mi amigo Chemel Noguera –músico melenudo poseído por el rock y diseñador gráfico de alucinante creatividad– para describir una situación particular fuera de lo común.
El venezolano es especialista en aplicar esta regla... Amor y humor para vivir!! Un poco de nuestra historia, anécdotas del autor, que de alguna manera también forman parte de la vida de los venezolanos, y algunas críticas al sistema actual que conjugadas hábilmente en su habitual narrativa me sacaron una sonrisa!
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