La nalgada de Rosa Carmina
Por Edinson Martínez
“... Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará escrita por los aires, definitivamente extraviada, definitivamente perdida”.
Rafael Alberti
Hubo un tiempo –tal vez sea una apreciación muy personal y por ello una perspectiva más o menos subjetiva sobre el tema– en que los artistas no se consideraban tales, si el pueblo no era capaz de tocarlos, de tenerlos cerca y aunque fuere de modo fugaz mirarlos directamente a los ojos. La historia que comparto ahora con ustedes, es absolutamente cierta, probablemente matizada por el efecto que los años, naturalmente, hace sobre los recuerdos; pero absolutamente verídica.
Por los cines de Cabimas a mitad del siglo pasado y también en décadas anteriores, era frecuente que cantantes, comediantes y vedetes de reconocimiento internacional, se presentaran a cielo abierto en aquellos modestos locales, que en ocasiones hacían de salas de proyecciones fílmicas, y en otros momentos, de teatro de variedades, donde por lo general la asistencia habitual era mayoritariamente masculina. Eran los tiempos en que la actividad petrolera surgida repentinamente, comenzaba a cambiar para siempre la vocación económica del país, y asimismo, la de estos apartados parajes –me refiero a la costa oriental del Lago de Maracaibo– relativamente desconocidos de la geografía nacional. Así fueron transformándose de la noche a la mañana de apacibles caseríos en bulliciosas comarcas llenas de gentes de todas partes del mundo. Estos cines de pueblo –algunos de ellos llegué a visitarlos en mi adolescencia– puedo imaginarlos con sus butacas de metal y la rigidez que el confort posterior desterraría cuando avanzara mucho más el siglo veinte. Eran locales abiertos, sin techos, expeditos a un cielo lleno de estrellas, a la vastedad del infinito que durante las noches en que esos diminutos farolitos de la lejanía se ocultaban, se opacaba en exceso el ambiente cálido de la zona, extrañándose, entonces, aquellos puntitos azulados del firmamento que alumbraban remotos a los entretenidos espectadores. “La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”. Habría dicho Neruda ante la inmensidad luminosa de una región en que la mitad del año se reserva para la sequía y la otra para lluvias copiosas que como diluvios anegaban todo a su paso. Con las molestias en las sentaderas que la "modernidad" haría evidentes en décadas siguientes, las personas se las arreglaban como podían, luego de un rato, la atención se concentraba en exclusiva sobre el espectáculo que los había convocado con emoción. Desde allí pude ver a través de los ojos de mi relator el despliegue en escena del evento que les cuento.
Entre el humo abundante de los cigarrillos enredados con las sombras nocturnas y los reflejos que de la pantalla en blanco y negro salían para proyectarse en la modesta edificación. Rosa Carmina comienza su presentación de aquella noche con la misma rutina de otros teatros, algunos de ellos, también, igualmente precarios y básicos, como el mismo Cine Principal de Cabimas. La voluptuosa mujer –creo que aún vive–, bella como un ejemplar de única especie, irrumpe en el escenario con sus gestos exóticos, contorsionándose al ritmo de la música al estilo de las vedetes de aquellos días. De una estampa elegante y vigorosa pasea sus grandes ojos negros sobre la audiencia boquiabierta que la admira en toda su majestuosidad. Un largo cabello negro y ondulado le descansa sobre su espalda y, allí donde cambia de nombre esa parte de la anatomía humana, un sugestivo bulto se tongonea exuberante al compás de los acordes festivos de la rumba caribeña. Es la puesta en escena de un repertorio artístico del corte de los cabarés tan de moda en aquella época. En la primera fila del cine, Pedro V. y Vicente L. –estamos hablando de una fecha imprecisa de entre los años cincuenta del siglo pasado– se encuentran a plenitud del confort, disfrutando gozosos del espectáculo nocturno. El local se encuentra desbordado de asistentes. Trastocado de cine en teatro, se han hecho los arreglos que para la adaptación escénica, y la artista junto a su cuerpo de baile, dispongan a cabalidad de los espacios para el despliegue de su coreografía. La ven deslumbrar a la taquilla repleta de entusiastas admiradores, ellos, en posición privilegiada, en una cercanía que otros envidiarían, no apartan sus pupilas encantadas por las sugestivas contorsiones. Luego de una especie de preludio, de obertura fastuosa rebosante de tongoneos sobre el entarimado, la vedete baja de éste, como es la costumbre en esta clase de presentaciones en “vivo” de artistas de dicho género. Se deja llevar por el ritmo contagiante de la música y, en movimientos pausados, de calculado menequeteo sugerente, poco a poco se fue acercando a los presentes con un guiño de ojos en gesto provocativo de claro aliento hostigador de la dopamina entre los alelados caballeros.

Probablemente, Rosa Carmina, no recuerde éste episodio, seguramente habrá tantos similares en su larga vida artística, que a lo mejor este instante de fracciones de segundos, ya forman parte de aquellos que el olvido sepulta irremediablemente para siempre. Sin embargo, uno nunca sabe. Recuerdo haber visto una entrevista televisiva de la no menos voluptuosa actriz argentina Isabel Sarli, relatando a modo de anécdota el zaperoco –desde luego que ella dijo "escándalo" y no la palabra indicada por mí– que se armó por allá por Venezuela –así dijo–, en una ciudad llamada Cabimas, cuando se presentó ante trabajadores petroleros en un cine y el evento hubo de suspenderse por alteración del orden público. Se refería al mismo Cine Principal de esta ciudad petrolera, que antes recibió a Rosa Carmina.
Pedro aún se ríe de aquella noche, de su memoria rescata con cariño a su compadre y amigo de travesuras juveniles. Ha traído al presente su historia para compartirla conmigo, pude verla a través de sus ojos luego de más de medio siglo de ocurrida. Nunca sabemos con exactitud el impacto que tenemos sobre otras personas, la huella que queda impresa en esa compleja urdimbre de emociones, sensaciones, aromas, imágenes, palabras y gestos que se atesoran consciente e inconscientemente a lo largo de la vida. En donde hasta una simple mirada nos puede quedar grabada para siempre asociada con alguna emoción particular. Se conserva como un tesoro que las otras personas jamás imaginaron y mucho menos recordarán porque la magia contenida en ella es personal. Larga vida para Pedro Vicuña en su embajada de nostalgia.
Nota:
Tomado del libro Desde mi ventana. Crónicas perdidas. Edinson Martínez. Editorial A todo calor. Maracibo, Venezuela. (2020)
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