Un mensaje a García
En 1969 la profesora Gina Bonet tenía
una sección de dos páginas completas en Venezuela Gráfica, se ofrecía como
especialista en la lectura científica de la mano, y en interprete de sueños. A
ella acudían, según se publicaba, interesados en saber su destino, y en
especial conocer por qué les iba tan mal en los negocios, en el amor o en el
trabajo. La profesora respondía en su
sección de acuerdo al orden en que recibía las consultas, a “Lucecita
voladora”, le recomienda, por ejemplo, “…Tenga cuidado de no conceder demasiada
confianza a su novio, estudie bien el carácter que tiene y sobre todo,
pregúntele las intenciones que tiene respecto al matrimonio…”; a “Andino sin
futuro” le aconseja, después de una extensa explicación, “…Su línea del corazón
es de persona que sabe amar mucho, pero tendrá que frenar sus celos. Su línea
de la vida es larga. No se deje llevar por malos consejos…”; a Flor Solitaria
le comenta: “…Controle su orgullo y su cólera que le veo en el gran desarrollo
del Monte de Júpiter del calco de su mano. El mismo monte la da ambiciones,
decisión y carácter firme. Aproveche lo bueno que tiene para asegurar su
porvenir…”.
Ese mismo año la prensa nacional
destaca que Venezuela ocupa el primer lugar en Latinoamérica entre las naciones
que luchan contra la malaria. La campaña de vacunación se hacía casa por casa a
través de un contingente de enfermeras vestidas con falda marrón y blusa
blanca, salían en romería repartidas en varios grupos de modo similar a como
lucían los predicadores religiosos llevando las buenas nuevas de su creencia,
así las veíamos venir los muchachos de la cuadra y entonces corríamos a
escondernos. El país, o, mejor dicho, la ciudad de donde ahora escribo, me
parecía como envuelta en una modorra pueblerina, con días y semanas que primero
serían meses y luego años sin que nada excepcional ocurriera. Con sus dos
calles con pretensiones de avenidas, sus residentes conducían sus pasos hasta
la plaza fundacional coronada por un tanque metálico elevado al cielo, encajado
en el paisaje como uno de esos cohetes espaciales que por esos años se hacían
célebres conquistando la luna.
La primera vez que escuché hablar de Un mensaje a García fue una mañana
fastidiosa y rutinaria quizás de un sábado remoto, tenía a lo mejor doce años
de edad, apenas comenzando el bachillerato, con los tornillos del juicio flojos
por el despliegue hormonal de esa etapa de la vida en la que nada reviste sino
una importancia transitoria, efímera, por lo general. Aquel día, haciendo las
veces de ayudante improvisado de mi padrastro –a cuya memoria dedico estas
líneas– en sus labores de electricista, de pronto me pidió que le acercara una
herramienta; un escurridizo alicate que yo mismo nunca dejaba en el sitio
indicado después de usarlo. No necesito explicar por qué un adolescente rara
vez sigue una norma, un consejo, o una prescripción juiciosa sobre las cosas.
Así, entonces, con la caja de herramientas convertida en un desorden de
aparejos, intentaba apresurado encontrar aquello que con urgencia se me exigía.
El caso es que, ante el requerimiento,
lo único que se me ocurrió al instante fue preguntarle dónde podía hallar el
fulano alicate.
–¡No sé…! ¡Debe estar en su lugar!...
–me dijo.
–No lo encuentro…
Respondí enseguida sin dejar de
rebuscar en el cajón metálico repleto de piezas y toda suerte de utensilios
para labores eléctricas.
–Busca bien dónde lo dejaste… –volvió
a decirme.
–No está. No lo encuentro… –dije,
finalmente, claudicando en mi propósito.
–Debe estar en otro sitio entonces…
No digas que no sabes o no puedes si no lo intentas con fundamento –afirmó con
un cierto desagrado–. Te voy a regalar un mensaje a García… –agregó
concluyente.
Pasando luego pocos días de aquel
episodio, con las primeras horas de la rutina colegial de aquella mañana imprecisable
de mis recuerdos, mientras ya me retiraba camino al liceo, me entregó un libro
pequeño, de esos que más tarde he aprendido a identificar como publicaciones en
formato de bolsillo, cuyo título en su parte superior destacaba en regias
letras negras Un mensaje a García.
Mi padrastro –qué palabra tan fea, si
por mi fuera la eliminaría del vocabulario por antiestética– tenía una manera
muy particular de ofrecer consejos o sugerencias, con pocas palabras invitaba a
la reflexión, a pensar con cabeza propia sobre aquello que con tan fina
cortesía planteaba, y lo hacía tan delicada e inteligentemente, que parecía
escoger las palabras como quizás un esgrimista blande su florete eligiendo sus
mejores movimientos. Creo que así lo hizo para inducirme a leer el fascículo
editado por el INCE, porque ese mismo día, movido por la curiosidad, comencé a
leerlo tardecito en la noche, en la cocina de mi casa, cuando los ruidos
domésticos ya emprendían su destierro transitorio del ajetreado lugar. Así,
pues, arrebatado, bajo una luz amarillenta, no sé si porque en aquellos años la
calidad de la iluminación era deficiente, o, es que, de verdad, el tiempo va
restándole brillo a los colores de la vida para que luzca mohosa en los
rincones de la memoria, me entregué a la lectura y de un tirón culminé aquel
inusual presente.
A medida que desgranaba las líneas
del modesto impreso me daba cuenta de la intención velada en el obsequio. Me
acordé del alicate, de esa ocasión y de tantas otras que siempre eran
precedidas de preguntas escondiendo una inexplicable capitulación de
antemano.
El personaje de la historia, un
sujeto de nombre Rowan, debía entregar una carta a un líder apellidado García
durante la guerra de independencia de Cuba en 1898. Debía hacerlo a la mayor brevedad posible
porque se trataba de asegurar una victoria estratégica de los revolucionarios
apoyados por fuerzas estadounidenses. Sus instrucciones tan precisas, como
elementales y categóricas, no provocaron pregunta alguna en el mensajero, sin
chistar, tomó la misiva, se la aseguró entre sus pertrechos y partió tras el
jefe de los insurrectos. Rowan no conocía el paradero exacto del reservado
adalid oculto en las serranías cubanas, nunca lo había visto y tampoco tenía
idea de cómo conducirse en la isla para cumplir su objetivo. El caso es que
cumplió su misión tal cual había acordado.
El relato escrito por Elbert Hubbard
en 1899 destaca por el alucinante hecho –muy probablemente inflamado por los
fines de autosuperación que pretendía al publicarlo como editorial en un diario
bajo su dirección– de que el protagonista de la anécdota jamás presentó
objeción cuando se le encomendó la tarea, únicamente se limitó a recibir la
carta y marchó convencido de su propósito.
La obra tiene más de cien años
publicada, ha sido traducida a varios idiomas y frecuentemente se escuchan
referencias a ella, muchas sin que en realidad guarden una relación muy clara
con la motivación de su autor. Entre
ellas, por ejemplo, creer que el mensaje a García representa una idea vaga o
indirecta que se enuncia para que el interesado la descubra al vuelo, es decir,
una suerte de intención disimulada que se lanza deliberadamente a través de una
alusión para ser captada por una persona en especial. Así muchos suelen decir
cosas como “ese discurso fue un mensaje García para tal o cual individuo”, “él
que entendió, entendió, ese es un mensaje a García”, y así por el estilo.
Quienes así comentan…, no tuvieron problemas con un alicate… Sencillamente no
han leído el memorable escrito.
Un mensaje a García, el ensayo de Elbert Hubbard, es un texto para estimular la
predisposición positiva de las personas, eso que posteriormente se ha dado en
llamar como una actitud proactiva de los individuos. Así que, Un mensaje a García, no es un artificio
verbal para hacer llegar a alguien una pretensión que no puede ser dicha
abierta o directamente al interesado, en ese caso –se me ocurre decir–tal vez
se refieran a otro García, y no el de la centenaria publicación.
“En la historia de la guerra cubana
hay un hombre que ciertamente destaca en mi memoria como Marte en Perihelio.
Al estallar la guerra entre los
Estados Unidos y España era indispensable entenderse con toda violencia con el
jefe de los revolucionarios de Cuba.
En esos momentos este jefe, el
general García, estaba emboscado en las asperezas de las montañas; nadie sabía
dónde. Ninguna comunicación le podía llegar ni por correo ni por telégrafo, y
no obstante era preciso que el presidente de los Estados Unidos se comunicara
con él. ¿Qué hacer?
Alguien dijo al presidente: “Si es
posible encontrar a García, conozco a un tal Rowan que lo hará”.
Buscaron a Rowan y se le entregó la carta para García.
Rowan tomó la carta y la guardó en
una bolsa impermeable, sobre su pecho, cerca del corazón. Al cuarto día saltó
de la sencilla canoa que lo había conducido a la costa de Cuba. Desapareció por
entre los juncales y después de tres semanas se presentó al otro lado de la
isla, después de atravesar a pie un país hostil, y habiendo entregado a García
el mensaje del que era portador.”
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