Un viaje en el tiempo
Por Edinson Martínez
En el Museo de
Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), cerca del mediodía de aquel sábado,
la afluencia de visitantes en realidad no era muy abundante; de un lado una
pareja de mediana edad, tal altos como una mata de coco, miraban abstraídos
algunas pinturas, mientras cinco personas, o tal vez seis más, dispersas en el
área, caminaban con sus rostros
ligeramente doblados apuntando en sus recorridos las obras que les aparecían,
como si aquellas fuesen las páginas de un libro pasando sin apuro, así que, mi
hermano y yo, nos dejamos llevar por esa atmosfera silenciosa en la que
nuestros pasos podían escucharse andar con el ritmo particular que cada cual
tiene al caminar.
En un espacio
intermedio, una pared blanca, se rinde a una obra de Wifredo Lam, la miro y de
pronto me acordé de Juan Pablo Castel, sin que, precisamente, el género del
artista cubano, guarde relación precisa con el cuadro que Ernesto Sabato
describe en su célebre novela; pero, así suele ser la imaginación, ráfagas
imprevisibles que a veces podemos tener de un pensamiento viajando errante en
nuestro cerebro. Observo la pieza y me guardo aquella curiosa ocurrencia,
regresando de seguidas al recorrido sin perturbar a nadie. No recuerdo ahora a
cuánta distancia de La mañana verde
de Lam, un cuadro rectangular de proporciones regulares, rápido me llama la
atención, destaca por su monocromía en sepia, con una vibración luminosa que,
en cierto momento, pareciera borrar las formas, y entonces, se puede evocar a
los impresionistas. El motivo de la obra es una mujer desnuda recostada en una
cama leyendo un manuscrito o algo parecido a un libro. A un lado, figuraban la
ficha técnica, claramente indicando su título y autor. Nos emocionamos,
entonces, al ver el nombre de Armando Reverón ahí. Mujer desnuda leyendo, es el título de aquella pieza perteneciente
a la colección privada de Eduardo Constantini, empresario argentino fundador
del MALBA.
El artista
plástico es un ser obsesionado por la luz, por las sombras, por las
transmutaciones del color y las realidades que de ella emanan, es su exquisita
aprehensión sensitiva la que permite mostrarnos su obra. Y no todos los humanos
tenemos esa sensibilidad, pero, además, bien bueno que así sea, porque entonces,
nadie se maravillaría de la alquimia alucinante de la creación artística.
La vida de muchos
autores está llena de alucinantes búsquedas de la atmósfera propicia para el
despliegue espontáneo de su numen creador, por ello, escogen a veces lugares
excepcionales, paraísos extraviados, invisibles e intrascendentes al ojo
ordinario.
Mario Vargas Llosa
en El paraíso en la otra esquina nos
muestra, por ejemplo, el subversivo andar del excéntrico pintor francés Paul
Gauguin en su delirante rastreo del cosmos apropiado para desarrollar su obra,
llegando finalmente, apartado del tiempo del resto de los mortales, y de los
lugares asociados a la civilización con su modernidad deslumbrante, a
establecerse en los confines del mundo, por allá por entonces recónditos edenes
conocidos como la Polinesia Francesa.
Escribo esta
reflexión muchos años después, cuando bien habría podido manifestarla en su
momento a través de algún artículo como este, pero no lo hice, y no sé por qué
no lo hice, pese a que pasara por mi mente aquel episodio en varias
oportunidades. Esta vez he decido hacerlo impulsado por razones
complementarias, y ha sido Alejo Carpentier, quien ha motivado este viaje en el
tiempo que ahora emprendo.
El escritor de
origen suizo pero cuya vida transcurre desde muy corta edad en La Habana, tuvo
una relación muy particular con el artista plástico Wifredo Lam, ambos vivieron
en Paris hasta antes de la primera guerra mundial, y como todos los
intelectuales y artistas latinoamericanos de buena parte del siglo veinte, no
se consideraban plenamente tales si antes no habían tenido una experiencia o
contacto con lo que mejor expresaba en el mundo la crema y nata de las ideas,
de la intelectualidad: Paris.
El propio Vargas
Llosa, precisamente por estos días, ha realizado esta misma afirmación a
propósito de su ingreso a la Academia Francesa. Francia era el cenit de la
cultura occidental durante la primera mitad del siglo pasado, por tanto, todo
aspirante a escritor, a pintor, filósofo o ensayista, nunca sería reconocido o
respetado en el medio si previamente no hacía una pasantía por este país y, si
además, no dominaba el francés.
Carpentier quizás
sea el primero que adelanta la idea del realismo mágico en literatura, y Lam,
con su perspectiva vanguardista en la pintura, tras la búsqueda de la
especificidad, de la singularidad del mundo hispanoamericano con sus raíces en el
exótico mestizaje que la caracteriza, muy especialmente, el universo representado
por la cultura afrocubano, determina en ellos una simetría de afinidades intelectuales
que comparten con una profunda amistad. Así, La mañana verde (1943) pertenece a esta experimentación surrealista
con lo real maravilloso en la obra de Lam. Y El reino de este mundo, novela de Alejo Carpentier, es la primera
incursión de un autor con un tipo de narrativa en la cual se explora las raíces
culturas de los pueblos originarios latinoamericanos y africanos bajo una
impronta surrealista; antesala o preludio de la ficción literaria que se
consagra en el realismo mágico. El reino
de este mundo comenzó a escribirse en este mismo lapso de compenetración y
búsqueda expresiva que hermanaba a Lam y Carpentier, y fue publicado en 1949,
cuando ya el escritor vivía en Venezuela. Sobre este aspecto es pertinente resaltar
que, en 1948, un artículo suyo titulado Lo
real maravilloso de América se convirtió posteriormente en prólogo de la
mencionada novela. El magma literario de aquella narrativa lo encuentra en su
viaje a la Gran Sabana en una misión de reconocimiento a la selva y al Orinoco.
El escritor se
instala en Venezuela en agosto de 1945, en Caracas, contratado especialmente
por Carlos Eduardo Frías para dirigir el departamento de radio de ARS Publicidad.
En este campo, el autor era un verdadero conocedor, en París, logró acumular
una importante experiencia realizando guiones radiales y spot publicitarios en vivo en las programaciones del medio que
resultaba toda una novedad. Diríamos que prácticamente fue pionero junto a
otros de lo que hoy conocemos como menciones publicitarias dentro de las
emisiones en vivo de la radio.
Ahora bien, su
llegada a Venezuela, inicialmente prevista por un año para probar suerte, se
extiende por catorce años. Aquí escribe su novela Los pasos perdidos teniendo como inspiración el viaje a la selva
citado antes, y desarrolla, por otra parte, una intensa actividad cultural,
hasta finalmente regresar a Cuba.
De este periodo de
su vida, el también musicólogo, nos deja un Diario,
suerte de confesiones personales, publicado de manera póstuma con una nota de
su viuda Lilia Esteban de Carpentier (1913-2008), fechada en abril de 1988. Ahí
el autor, sin más presencia que la suya, expresa sus angustias como escritor, sus
anotaciones, a veces como aide-mémoire de
aquello que escribe –abundan en sus páginas, por ejemplo, tachaduras y
correcciones sobre Los pasos perdidos–,
expone sus opiniones sobre los escritores que lee, muchos de ellos
contemporáneos con él, además de relatar episodios y anécdotas muy precisas, plenas
de comentarios ácidos sobre personajes del mundo intelectual de su tiempo.
El Diario no es un recuento de su día a
día, y se limita al lapso que va de 1951 a 1957. Con posterioridad a su fallecimiento
(1980), su viuda analizó el contenido, pero lo consideró inapropiado para
publicarlo en aquel momento en virtud de los juicios que emitía sobre
personajes aún vivos. He tenido ocasión de leerlo en una edición de 2013 de
Editorial Letras Cubanas con un minucioso prólogo de Armando Raggi titulado Los avatares de un escritor. Nótese que
la carta de Lilia Esteban es de abril de 1988, y la publicación del Diario tiene fecha de 2013, estimo que
se debe a una disposición expresa de la viuda de realizar su edición posterior
a su muerte (2008).
Confieso que no sé cómo ni cuándo llegó a mi biblioteca, el caso es que lo leí de un tirón, sorprendiéndome mucho de lo que en él encontré. De todo ello, intuyo una personalidad compleja, apasionada, poseída por la literatura, meticulosa al extremo, y la de un intelectual refinado y porfiadamente exigente. Todo ello, sin duda, nos da cuenta de la prosa barroca y estilizada con la que escribía, obligando siempre al lector a leerlo con calma, con reposo, dispuesto a desentrañar su tejido abigarrado, y acudiendo en ocasiones, a un diccionario francés-español como soporte.
“14 de octubre. Ayer y hoy, trabajo sobre la versión definitiva (¿definitiva?) de Los pasos perdidos. Cuando la idea de esa novela se me ocurrió, de modo fulgurante, un mediodía en que tomaba un auto de alquiler para regresar a mi casa, me imaginaba que sería un relato de siete capítulos, que escribiría en unos veinte días. Empezándolo el 7 de Dic. de 1949, contaba tenerlo terminado para comienzos de enero. El libro ha cobrado 40 capítulos, y pronto se cumplirán dos años, desde el momento en que su tema se me impuso de manera ineludible.”
La cita textual corresponde al año 1951, manifestando Carpentier, como se evidencia, su dedicación a la obra que se publicaría en 1953, después de un extenso proceso de relaciones difíciles con editores queriendo cambiar su prosa.
Igualmente, la cita corresponde a 1951. Como antes señalé, en el Diario el escritor anota sus opiniones sobre los autores que leía. Su referencia a varios de ellos es francamente penosa; pero, es ese su parecer íntimo, como cualquier otro mortal podría tener de sus congéneres en la reserva de sus sienes, siendo, en consecuencia, un juicio personal, sin pretensión de ir más allá de la circunspección con que se confiesa en unas páginas de su única lectura. Así que, su publicación, nos deja de modo inevitable, unas confidencias que mejor destino habrían tenido ignorarlas.
“11 de abril. La novela de Rómulo Gallegos sobre Cuba es horrenda. Se lo dije francamente a Juan Liscano, que parecía consternado (luego de haber hecho un elogio –cauteloso, es cierto– de la obra). La verdad es que él mismo no cree en ese libro, pero se ve constreñido, moralmente, a defenderlo, por fidelidad a sus ideas. Es imposible que no se dé cuenta del ridículo y la cursilería del capítulo en que Florencia Azcárate se mete en la jaula de los leones, para dirigirles un discurso a los guajiros. Confiesa en realidad que encuentra muy malo ese capítulo. (Es increíble que los amigos de Gallegos a los cuales dedica su libro se lo hayan dejado publicar: todo, en él, es malo. Y Cuba, en realidad, no aparece por ninguna parte).”
El texto copiado pertenece al 11 de abril de 1952, y la novela aludida, es la obra de Rómulo Gallegos editada en 1952 bajo el título Una brizna de paja en el viento.
Carpentier fue un hombre fiel a sus vocaciones: novelista y musicólogo. No obstante, incursionó en la radio como guionista y publicista, además de columnista en medios impresos de Venezuela, entre ellos, El Nacional, donde escribía en una columna llamada “Letra y Solfa” sobre literatura, temas relacionados con la pintura y las tendencias dominantes en filosofía. Por otra parte, ingresa como docente en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y eventualmente dicta conferencias en la Universidad Central de Venezuela; pero, como Sísifo, atado a quehaceres profesionales ineludibles en el ámbito publicitario que, en el fondo no le agradaban, y le restaban tiempo para su verdadera inclinación, su carácter, a veces, se volvía irritable, eso se desprende, al menos fue esa mi impresión, de la lectura de su Diario.
“Antier
domingo 8, terrible espectáculo de Reverón loco. Habíamos llegado a su extraña
casa, M. y yo, convencido de que los rumores que acerca de esto corrían eran
falsos. Que sólo sus habituales excentricidades habían escandalizado a alguna gente
idiota.
Cuando
cerró la reja de su casa, detrás de nosotros, con un candado, nos encontramos
con un demente. Un demente que ha transpuesto a la fabricación y ordenación de
objetos delirantes, una obscura voluntad de crear que aún subsiste en él […]
Durante
dos horas, nos obligó a pasear en medio de una serie de siluetas, de objetos,
de extraños artefactos, todos sórdidos, que, según él, están construyendo un
cuadro. Un cuadro que comienza en una ceremonia que consiste en ponerse en una máquina
de coser –que es una silueta de latón negro– y fingir que cosa un paño; en
abrir las cortinas de una cámara donde aparece un dibujo de la muñeca
Carmencita (muñeca que tiene colgada más lejos, de unos alambres, y con la cual
tiene una extraña obsesión sexual) que tiene (sic) “la cuca pelada como
Jesucristo” […]
Tal
impresión nos hizo a Medo y a mí esta visita, que, al salir, tuvimos que
instalarnos un rato a la orilla del mar, para tratar de tener un contacto cabal
con la realidad. […] Ya no pinta absolutamente nada. Fabrica falsos
instrumentos musicales, en silueta, que cuelga del techo de sus pabellones. A
todo eso llama cuadros.
Al
salir, me rezó un padrenuestro, con devoción. Y me preguntó: “¿Qué santo es
usted?” […]
¡Horrible!”
La transcripción
corresponde al 8 de enero de 1953. Ella relata la visita de Alejo Carpentier y
Mariano Medina Febres (Medo), caricaturista, político y diplomático venezolano –por
cierto, Medo es el creador del conocido personaje caricaturesco de Juan Bimba–,
al artista plástico venezolano Armando Reverón.
Reverón fue
reconocido ese mismo año (1953) con el Premio Nacional de Pintura, y al año
siguiente fallece en Caracas.
Cuando recibe la
visita comentada, el “artista de la luz”, como algunos le citaban al referirse
a su obra, experimentaba en su pintura el llamado periodo sepia, dedicado a
desnudos y marinas desterrando la diafanidad del blanco. Su arte, como un
regreso a los orígenes del polvo, se transmuta en tonalidades arcillosas,
terrosas, acogiendo el marrón como color principal, sin descuidar el matiz
difuso de las figuras, como si fuesen una foto movida. Es el momento de las
obsesiones del pintor por las muñecas fabricadas por él para ser tomadas en
ciertas ocasiones como modelos en sus pinturas.
Fue tal la
relevancia de su pintura que, en 2007, su obra, supongo parte de ella, fue
exhibida en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
El loco aquel que, tan mala impresión causara a Alejo Carpentier, ha sido reconocido como uno de nuestros más importantes artistas, y en homenaje a él, el 10 de mayo se conmemora el Día del Artista Plástico en Venezuela.
“Al responderle que no era ningún santo, lo tomó bien, diciéndome que le había hecho una broma, porque “cuando se reza a una persona, y esa persona se estaba quieta, sin rezar también, era porque esa persona era un santo”.”
El tiempo, al
final, ha colocado a cada quien en su lugar.
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