El Hombre Cero. Crónicas perdidas
Por Edinson Martínez
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En las afueras del perímetro urbano de nuestras primeras ciudades –para entonces modestas y precarias poblaciones en transición al futuro anubarrado que hoy representan–, especie de suburbios del pecado, que para el goce y disfrute del amor furtivo se edificaban en torno a ellas. Pasiones desesperadas, celos atormentados y amores sin porvenir, culminaron en tragedias y ruinas personales acompasadas con las bandas sonoras de los éxitos musicales del momento. Fueron denominadas en aquellos tiempos como «zonas de tolerancias» o «conventillos» –según o en acuerdo a cada nacionalidad–, conforme a una nomenclatura espontánea que surgía de la ocurrencia popular, evidentemente que no correspondía a ninguna zonificación catastral de las que modernamente registran en el presente las autoridades de nuestras ciudades, pero a los efectos de la ubicación precisa en los andurriales urbanos de entonces, estos célebres lugares eran harto conocidos y de imperdible ubicación para propios y extraños. En uno de ellos, en fecha imprecisa entre abril y mayo de mil novecientos cuarenta y cinco, probablemente en sincronía que sólo construye el azar, al tiempo que, en Europa, en torno a un tablero de operaciones estratégicas se declaraba el fin de la segunda guerra mundial; al otro lado del atlántico y, también, intermediando una mesa, pero esta vez, bajo los acordes melodiosos de la «Rubia Mireya», tres hombres disponían del destino de un muchacho vendedor de leche a domicilio. Uno de ellos agraviado por la afrenta de su mujer –en realidad, la consorte de muchos por razones de oficio y no de amor, como es el caso que nos ocupa, sin embargo, no por ello menos lacerante su pena–, instruía a los otros dos del delito que horas después habrían de cometer
El alcohol, como dice la
vieja conseja, llena de valor al cobarde –asimismo lo expresa en su
melodramática lirica alguno que otro tango en su apuesta viril–, de nada
valdría la noche estrellada que en toda su inmensidad se ofrecía al lupanar que
hacía honor al género musical preferido por sus habituales; ni el aroma
perfumado que dejaba al paso cada mujer engalanada para el paisanaje noctámbulo
de ocasión; ni tampoco el miedo a la ley, que tan insuficientemente en aquellos
años se aplicaba en el país. No era entonces de dudar, que la fechoría para
satisfacción de la hombría de este personaje, se consumaría irremediablemente.
Era, por tanto, desde ese instante, el fin del mozo amancebado con las caricias
de aquella cortesana del caporal de una finca aledaña. Pero, también, como el
sello y la cruz de cada moneda, sería el comienzo de la historia del Hombre Cero.

Un
amanecer nítido posterior a las primeras lluvias de la temporada, había
aliviado el cielo de los nubarrones que se formaban previos a los aguaceros
iniciales de la estación. El camino terroso y polvoriento de mitad de año que
el mozo acostumbraba vadear, se fue angostando por la crecida repentina de la
maleza en sus cercanías, un monte que fue verdeándose con el tono oscuro que
surge luego del riego abundante, invadiendo todo a su paso, sin más
limitaciones que aquellas que vendrían posteriormente durante la época del
verano. La trocha, embarrialada por los restos del agua caída tres días antes,
entorpecía el andar diligente de la bestia amañada a otras condiciones del
terreno. En la luz tenue del amanecer, los araguaneyes que han esperado todo el
resto del año para florecer, jubilosos se encumbraban tiñendo con su amarillo
intenso el paisaje que les acompañaba. En un recodo del camino, cuando el
esfuerzo del animal se mengua por el peso de la carga, y los accidentes de la
senda le obligan a dar un traspiés inesperado, allí lo asaltarían. Uno de
ellos, el de mayor estatura de los atacantes, trepa resuelto sobre el macho,
ágil se desempeña con furia sobre la humanidad del joven lechero, lo golpea sin
piedad hasta derribarlo, mientras la carga con los envases que llevan la leche
para la venta, se agitan con violencia y el borrico trastabilla. El otro de los
bandoleros se le encima cuando cae sobre el suelo fangoso. Entre ambos lo patean
y arrastran por varios minutos, casi desmayado lo llevan secuestrado y
posterior a una nueva embestida, en donde le refieren las causales de la
paliza, terminan castrándolo.
En el ocaso de las minas,
cuando la luz del firmamento ya no era la misma ni tampoco las bombillas
multicolores, ni el aroma del perfume femenino se mezclaba en el ambiente
húmedo y caluroso de aquel lugar que aún sobrevivía a la tragedia de mil
novecientos cuarenta y cinco, conocí esta historia, no de boca de la «Rubia
Mireya», naturalmente, porque en efecto, en esta tierra, aparte del petróleo
que con abundancia se ha extraído y todavía generosamente sigue fluyendo,
también las historias y leyendas urbanas, abundan con frecuencia. Podría
decirse que la muerte, un día impreciso de entre abril y mayo de aquel año,
estuvo jugando agazapada esperando torcer el destino de Clímaco, no pudiendo
hacerlo, dio paso a la historia trágica del Hombre Cero.
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