Puerto Soledad
Por Edinson Martínez
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En una de las ventanas, una imagen, esta vez claramente humana, acercaba su cara tratando de mirar el interior de la habitación, iba esforzándose a través del vidrio turbio, que por las muchas otras manos que antes lo habían tocado, apenas permitía apreciar, de modo borroso y fantasmal, la intimidad que protegía. Posando suavemente su palma abierta sobre el cristal, como evitando alertar con algún ruido innecesario la paz que dentro se adueñaba de sus inquilinos, aproximaba su mirada mientras pulía el vidrio allanando mejor vista entre la menguada claridad que nublaba el ambiente. Luego de unos instantes, extiende uno de sus brazos, el izquierdo, como bien pudo notarse, desde la mirada pasmada que le hacían de entre el calor húmedo de la hamaca, para mediante tres toques ligeros sobre la puerta anunciar su presencia. La persona no pronunciaba ninguna palabra; nada salía de su boca para destacar su presencia, había sido esa siempre su costumbre, de modo que esta vez sería igual que todas las anteriores. Tampoco era necesario que lo hiciera, pues sólo él solía sonar la puerta de ese modo, y así lo identificaba, mediante ese lenguaje sin palabras que suelen ser los gestos y las costumbres, la abuela de quien abriendo los ojos del sobresalto, los fijaba atentos sobre él desde el tejido abierto de la hamaca.
–¡Ya voy, ya voy!… –dijo la anciana, con un tono de voz muy bajo,
casi en sigilo, pretendiendo evitar que el resto de las personas se
despertaran. En efecto, nadie más escuchó el llamado ni su respuesta diligente.
Caminando a paso lento, firme, se orienta en medio de la penumbra, buscando a tientas
la tranca que sirve de seguro a la puerta sin cerraduras. Era mama, abriéndole paso para que, junto al viento
de la madrugada, ingresara apremiado hasta la cálida intimidad de la
habitación. El hombre se tocaba inquieto el cabello húmedo, con ambas manos se
lo llevaba hacia atrás, empujándolo junto a las gotas de agua que, cayendo
sobre sus hombros, resbalaban hacía su camisa empapada. De pie, ahora, ante la
vista de ella, su figura lucía esbelta, espigada como una palmera, metida entre
la luz menguada de la sala que desde el exterior venía perseguida por la vista atenta
del muchacho. Con un ademán calmado, una vez que fue restableciéndose de la
agitación inicial, comenzó a sacudirse suavemente la ropa, apartando inútilmente
los restos de la lluvia que todavía llevaba encima. Las bocanadas de aire frío que se colaron con
la misma rapidez en que lo hizo el hombre, se esparcieron en toda la estancia,
llegando a través del reducido espacio en que consistía un pasillo central, hasta
los confines de la modesta cocina de la vivienda. El mismo que ambos tomarían
para ir hasta donde finalmente descansarían. Ahí, el olor a tierra mojada
asociado al frio, invadió en generosa presencia, el ambiente alimentado por un
precario fuego que horas antes levantaba el hervor de la cocción responsable de
la mezcla de aromas que reposaban allí imperturbables, alquimia exótica de
toronjil con yerbabuena perfumando con hechizo de pócima, los linderos apaciguados
de aquel lugar. Sobre una mesa redonda, extravagancia decorativa que alteraba
el rigor del resto del área, un ejemplar de «Puerto soledad», mostraba marcando
unas páginas distraídamente abiertas, alborotadas en agite espontáneo y
desganado por el paso de una brisa suave, la lectura en espera de la ocasión
que vendría luego para recomenzarla, como si antes se hubiese interrumpido
deliberadamente. Travesura inocente del azar, impulsada por el misterio de las
horas.
–¿De dónde vienes?...
–Del mundo, mama…, del mundo. Estoy bien, ya lo ves.
¿Cómo están por aquí?...
–Todos estamos bien. Seguimos igual…
como siempre, nada ha cambiado por estos lados… Hemos cambiado tan poco que
ahora dudamos si somos los mismos de siempre. ¿Qué te habías hecho? ¿Dónde andabas?...
Un silencio repentino detrás de una
mirada evasiva, daba paso a una sonrisa que mostraba unos dientes blancos bien
alineados, haciéndose más evidentes que de ordinario en la oscuridad. Era
suficiente aquella sonrisa, y el gesto que la acompañaba, para abrir un corazón
detenido en el tiempo que no necesitaba de palabras esperando noticas de él.
Confundido entre las horas, mirando desde el catre las figuras del techo y las sombras de la noche, apenas escuchaba en susurros una conversación venida desde la cocina, una travesía de palabras que llegaban a ratos como navegando sobre una corriente de aguas en remanso. Las voces que se perderían con los primeros fulgores del alba, se irían a su vez con el invierno persistente de aquella madrugada de junio; mitad del año en que los vapores calientes de la temporada, se mezclaban con las diluviales precipitaciones que enlodaban el pueblo sin descanso. Su mayor angustia la representaba la gota pendiendo del techo, cayendo sobre el recipiente que la esperaba en cronométrica precisión. Aquel año las lluvias habían sido más fuertes que de costumbre, la calle y, en especial, la esquina antes de llegar a ella, mostraba en toda su magnitud el efecto del agua sobre la tierra; un charco enorme que impedía el paso a todo aquel que lo quisiera; salvo, claro está, de aquellos que estuvieran dispuestos a cruzarlo por causa particular, o no les importara las consecuencias de hacerlo. De noche no había manera de saber cómo transitar y menos qué esperar al atravesar la esquina que obligatoriamente habría de vadearse para llegar a la vivienda.
–Mama, que mal
está la calle, apenas se distingue en la oscuridad el tamaño del lodazal, no hay
forma de caminar por ella sin atascarse en el barrial. ¿Cómo es posible? ¡Está
peor que antes!… ¡Qué calamidad!
Desde hacía mucho tiempo el sueño se le había desterrado más que de sus ojos, del ánimo e interés por éste. Sin embargo, no podía moverse a voluntad, su cuerpo le pesaba como si estuviera sujeto a una carga de plomo. Abría y cerraba los ojos observando todo cuanto la vista le alcanzaba bajo las tinieblas. El parloteo lejano le mantenía atento, escuchándolo a retazos mientras inútilmente intentaba acomodar su rostro para distinguir a quienes conversaban. Una sensación de tullimiento le trastornaba sin poder quitársela de encima.
–Donde ahora vivo, cuando se anuncia
un temporal, nos alegramos por las bondades del cielo sobre la tierra. La vemos
caer como un regalo al que se espera ansiosamente. El campo cambia de colores
mientras la mar se encrespa con sus olas que luego buscan refugio en la
serenidad de la costa. Las personas nos dejamos mojar con la promesa de
felicidad que hace el chaparrón sobre los cultivos que aguardan por él.
Más que en otras ocasiones, la noche había sido muy larga, por lo menos así le parecía, percepción de las horas que siendo todas iguales, no siempre se cuentan del mismo modo cuando los latidos del corazón se agitan por la angustia. Sentía que el aire frío del invierno se hermanaba con la penumbra nocturna para paralizarle el sueño que, en lugar de vencer su tediosa vigilia, como usualmente sucede durante la conjunción mágica de ambos, sin embargo, ahora, lo obligaban a mantenerse absorto mirando la oscuridad y las sombras que de ella se desprendían. No buscaba nada, pero se sentía perdido, entumecido en todo su cuerpo. En la olla, la gota de lluvia que tenazmente había venido cayendo desde su firmamento particular; sobre su borde opaco, de metal viejo y apachurrado de tanto cucharearse sobre el fuego, toda el agua acumulada en la víspera se asomaba derramándose dentro de la habitación, justo debajo de la hamaca.
Las voces iban y venían por momentos, en pausados ratos, como en un juego de palabras liado en el viento ligero. A veces el silencio entre ambos se prolongaba, y entonces un coro desafinado de varias aves madrugadoras, cuyo reloj biológico no admite dilaciones, se escuchaba jubiloso anunciando el nuevo día. A través del tejido de diminutos trozos marrones que como un negativo de película tenía la hamaca, podía mirar su entorno, sus ojos se metían entre ellos y husmeaban en derredor, siempre impedido por las fantasías que poblaban su imaginación, y también, por las certezas que su vista limitadamente percibía, se esforzaba con desesperación. El olor del café llenaba la habitación mientras el humo de la vieja cafetera iba dibujándose en el aire como un volcán diminuto. De ese modo se figuraba el ascenso humeante del vapor, no sólo ahora, cuando advierte su aroma, sino, igualmente, desde cuando muy niño fantaseaba con profusión con cada detalle en derredor; extasiándose con el recorrido marcial de las hormigas; con el vuelo acrobático y preciso de las libélulas que en imitación de ellas hacen los helicópteros, y con el anestésico acto, que como atisbo de sesión de hechicería, unas plantitas a ras de tierra, cuando apenas se les rozaba, sus hojas se aquietaban en sueño efímero. En aquellos días se quedaba alelado viendo como tomaba cuerpo la nube de humo que salía resollando de la cafetera encumbrándose sobre el fogón.
El área de la cocina vista a través de los cuadros de la trama, se veía más pequeña de lo que era, lucía semejante a la perspectiva que se tiene cuando se encogen los dedos y se forma un cañón con ellos a modo de telescopio; al final de la mira, dos personas compartían sentadas una frente a la otra, sus palabras y silencios intermitentes en encuentro aplacado en el que los gestos suaves y pacientes de sus manos se expresaban obsequiosos sustituyéndose las voces por momentos. Mientras se hablaban, ese rumor apagado como un rosario de entonaciones, se alzaba pretendidamente bajito para que fueran los sonidos del alba quienes tomaran lugar en el sosiego de las horas. Parecía un sueño traído por la lluvia. Intentaba moverse y no podía, una y otra vez sus ojos escrutaban con impaciencia en derredor sin poder emitir sino su parecer que quedaba atrapado en las fantasías que le dominaban. Miraba como la gota de agua todavía se dejaba caer en el perol, derramándose indolente sobre el piso, no sería la primera vez que esto sucediera y por eso le exasperaba. En efecto, en tiempos lluviosos era más o menos común que el agua pasara del techo a la olla y de ésta al cemento opaco del piso. Aun siendo de este modo, no dejaba de angustiarle porque ésta vez a diferencia de las anteriores, miraba la secuencia de llenado desde temprano, había notado el momento en que sobrepasaba el borde del recipiente, y desparramándose en el piso, debajo de la hamaca, comenzaba a correr deprisa como un río desbocado abriéndose cause entre los enseres de la casa.
–¡Mama!... ¡El
agua se bota! –grita, y sus palabras se quedan todavía enredadas entre la
espesa manta que forma la tela de la hamaca– ¡Mama..., el
agua de la olla! –vuelve a decir con desesperación. Una vez que tuvo
libertad para moverse, al desplazar su torso, el resto de su cuerpo se sintió
en plenitud de estirarse, su rostro enfoca su mirada y, ahí, al costado
impasible en el que antes figuraba las fantasías que le convencían de su realidad,
Mama dormía. Un ronquido suave salía
de sus labios como un silbido similar al resoplido del viento cuando se escapa
por un orificio. La puerta estaba cerrada y la cacerola tenía el agua por la
mitad. Hacía rato había dejado de llover. En la mesa de la cocina, «Puerto soledad»,
tenía sus páginas cerradas, en su parte posterior, una reseña breve concluía:
«Algunas de sus cartas
esporádicas, llegadas de lugares diferentes daban cuentas de él, eran largas y
bien escritas. Había en ellas una nostalgia indescifrable, apenas perceptible.
Eran escritas como quien escribía más para sí que para otros. Abrazadas con la
lluvia y el viento, nos trasladan a los confines interiores de quien bordea los
límites entre la fantasía y la realidad; de alguien que, no encontrando los
senderos del regreso, ha de conformarse con vivir en el puerto de la soledad»
Este relato forma parte del libro Una historia por descubrir. (Relatos breves). (2016). Edinson Martínez. Editorial A todo calor. Maracaibo, Venezuela. Este libro está disponible en la plataforma Kindle de Amazon.
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