¿Un Nobel de Literatura en camino? (Ensayo)
“Mi
Premio Nobel tiene una larga historia. Durante muchos años sonó mi nombre como
candidato sin que ese sonido cristalizara en nada.
En el
año 1963 la cosa fue seria. Los radios dijeron y repitieron varias veces que mi
nombre se discutía firmemente en Estocolmo y que yo era el más probable
vencedor entre los candidatos al Premio Nobel. Entonces Matilde y yo pusimos en
práctica el plan número tres de defensa doméstica. Colgamos un candado grande
en el viejo portón de Isla Negra y nos pertrechamos de alimentos y vino tinto. […]
Los
periodistas llegaron pronto. Los mantuvimos a raya. No pudieron traspasar aquel
portón, salvaguardado por un enorme candado de bronce tan bello como poderoso.
Detrás del muro exterior rondaban como tigres. ¿Qué se proponían? ¿Qué podía
decir yo de una discusión en la que sólo tomaban parte académicos suecos en el
otro lado del mundo? […]
La
radio nos anuncia que un buen poeta griego ha obtenido el renombrado premio.
Los periodistas emigraron. Matilde y yo nos quedamos finalmente tranquilos.”
Esta referencia
nos remite a 1963, ocho años antes de que finalmente recibiera el premio. En
1971, Pablo
Neruda, embajador en Francia, se enteró de su nueva nominación a
través de la acostumbrada vía de los rumores, los periódicos anunciaban una y otra
vez su nombre, pero prevenido de la anual decepción, aburrido, como él mismo
confiesa, optó por una comedida precaución. “Ya me parecía irritante ver
aparecer mi nombre en las competencias anuales, como si yo fuera un caballo de
carreras”.
Muchos autores,
con reales y efectivas probabilidades de obtener el premio, de seguro
experimentaron similar, incluso, el mismo el fastidio que Neruda señala en su
libro.
El mismo escritor a
veces refería la anécdota con la ironía que, ciertamente, contiene y que deja
un lejano sabor amargo. Nunca recibió el Nobel.
El caso es que,
Neruda, recién operado y apenas recuperándose, en París, esperó la notificación
oficial del embajador sueco, no obstante que la radio francesa ya daba por
hecho que el Premio
Nobel de Literatura le había sido otorgado al poète chilien Pablo Neruda.
“Yo
estaba recién operado, anémico y titubeante al andar, con pocas ganas de
moverme. Llegaron los amigos a comer conmigo aquella noche. Matta, de Italia;
García Márquez, de Barcelona; Siqueieros de México; Miguel Otero Silva, de Caracas;
Arturo Camacho Ramírez, del propio París; Cortázar, de su escondrijo. Carlos
Vasallo, chileno, viajó desde Roma para acompañarme a Estocolmo. […] La
ceremonia ritual del Premio Nobel tuvo un público inmenso, tranquilo y
disciplinado, que aplaudió oportunamente y con cortesía. El anciano monarca nos
daba la mano a cada uno; nos entregaba la medalla y el cheque; y retornábamos a
nuestro sitio en el escenario, ya no escuálido como en el ensayo, sino cubierto
ahora de flores y de sillas ocupadas.”
Después del poeta chileno, hubo de esperarse en Latinoamérica once años por el siguiente laureado, en 1982 le fue concedido el Nobel de Literatura Gabriel José de la Concordia García Márquez. Hacía quince años que se había publicado su obra más célebre, Cien años de soledad.
“Allí,
de pie bajo la fría noche mexicana, vestido con una chaqueta deportiva de
cuadritos y un suéter de cuello abierto, estaba uno de sus más viejos y
entrañables amigos, escritor y colombiano como él, y también residente en
México.
–¡Gabito!
–exclamó Mutis, asombrado, ante aquel hombre que parecía temblar de pies a
cabeza. Y era cierto: Gabriel García Márquez estaba pálido y como asustado.
–¿Qué
te pasa, hermano? –preguntó Mutis.
–Necesito
que me escondas en tu casa –murmuró el novelista.
–¿Y
esa vaina? –se extrañó Mutis–. Ya sé: peleaste con Mercedes.
–Peor,
hermano –dijo García Márquez, con un gran desconsuelo–. Me acaban de dar el
Premio Nobel...”
Así relata el
periodista Juan
Gossaín en una crónica titulada “Un amigo vale más que un Nobel”,
publicada en la revista Semana el 21
de octubre de 1982, las tribulaciones de García Márquez al saberse ganador del
premio el día 20 de octubre de 1982.
“El
miércoles 20 de octubre, a las nueve de la noche, sonó tres veces el timbre de
la puerta. La casa de Álvaro Mutis, en el sector de San Jerónimo, está situada
en uno de los barrios más tranquilos y hermosos de México. De manera que
aquella persona que estaba timbrando desesperadamente desde la calle, rompiendo
en astillas el silencio de la noche, debió provocar un mohín de censura en los
vecinos.
–¡Ya
voy, ya voy! –gritó Mutis desde la sala, preguntándose quién podría ser el que
llegara a importunar a semejante hora.”
Una vez concedido
el premio, precisamente, ese mismo año, todo parecería indicar a que, en
efecto, para García Márquez, aquel genio saliendo de la botella, fue una
verdadera sorpresa.
“Mutis
se quedó con la boca abierta. Ahora el que empezó a temblar fue él.
Álvaro
Mutis tomó a García Márquez del brazo, lo hizo entrar, cerró la puerta y
regresaron al estudio.
El
anfitrión sirvió whisky en dos vasos. Gabito bebió un trago largo.
–Ahora
sí, cuéntame el cuento –le dijo Mutis, tranquilizándolo, y sentándose frente a
él.
–Me
llamó Pierre Shoris... –comenzó a decir Gabito.
–¿Quién
es ese? –interrumpió Mutis.
–El
vice-ministro de Relaciones Exteriores de Suecia –explicó Gabo–. Es amigo mío y
me dijo: “Tienes que venir a Estocolmo el 11 de diciembre, pero con frac”.
–¡Mierda!
–exclamó Mutis, sorprendido.”
En 1990, ocho años después del Nobel anterior, la Academia Sueca otorgó a Octavio Paz el Premio Nobel de Literatura, en reconocimiento a su "apasionada obra literaria de amplios horizontes, moldeada por una inteligencia sensual y un humanismo íntegro", según recoge el diario El País, de España, el 11 de octubre de 1990. Asimismo, destaca que el escritor mexicano se refirió al veredicto en los términos siguientes:
“Mi
gran satisfacción ha sido tener lectores, porque ese es el mejor premio para un
escritor.”
Octavio Paz ya había recibido
el Premio
Cervantes en 1981, de modo que la acreditación del celebrado
galardón de la literatura universal, probablemente no representó una sorpresa
para él, no obstante, se refiriera a este como: “una gran sorpresa, una gran
alegría, y una profunda emoción; no me lo esperaba”.
Aventuro esa
afirmación conforme había transcurrido su intensa vida literaria, definida por
sus contemporáneos como prolífica y apasionada, acreedora, por otra parte, de
los más relevantes reconocimientos que escritor alguno hubiera podido aspirar.
De modo que, si las saetas del azar no actuaban desorientando con sus veleidosos
rumbos el futuro literario del autor, de seguro el Nobel habría de llegarle en
cualquier momento.
Pues lo hizo a sus
76 años, estando en Nueva York mientras preparaba una conferencia para las Naciones Unidas y
decenas de periodistas intentaban llegar hasta él para conocer sus impresiones.
“El Nobel no me cambiará, y me obligará a seguir escribiendo”, dijo.
El escritor, un
hombre vinculado intelectualmente a la izquierda, para quien “la fama es
peligrosa y hay que luchar contra ella con ironía”, recibió la noticia con
pasmosa tranquilidad.
Para su biógrafa, la
escritora Elena
Poniatowska, el poeta fue “un hombre que vivió para las letras”, y, en
efecto, así lo evidencia su extensa producción literaria desde que publicara su
primera obra, Luna Silvestre en 1933.
De acuerdo con Poniatowska,
una de las consecuencias más notables del premio para el autor de El laberinto de la soledad. (1950), fue
que lo convirtió en “el intelectual que el país presentaba al mundo”, un poco
parecido a lo que ocurrió en Colombia con Gabriel García Márquez.
Pese a la afirmación
sobre las consecuencias que el Nobel tendría para él, minimizando en cierto
modo su impacto como la referencia literaria que en adelante sería, como
similarmente, ocho años atrás dijera García Márquez, “la vida va a seguir
igual. Yo no voy a cambiar”. El premio lo convirtió en el puente entre México y
el resto del mundo. Así, ese mismo día en que se conocía el veredicto, hubo de
responder a los periodistas que, apremiados por redactar sus primeras
impresiones, le abordaban en el hotel Drake de Nueva York con una infinidad de
interrogantes en español, inglés y francés. “El Nobel no me cambiará, y me
obligará a seguir escribiendo”. Ya lo había hecho sin que pudiera evitarlo.
Cuando de pronto sonó
el teléfono, con el secretario general de la Academia Sueca notificándole la
decisión que todo autor espera algún día, el rostro del escritor se iluminó:
“Señor Vargas Llosa, me complace anunciarle que es el ganador del Premio Nobel de
Literatura”.
Había transcurrido
un tiempo notable desde la última acreditación para un latinoamericano, dos
décadas, exactamente, para que de nuevo un escritor –el quinto– de esta región
del mundo obtuviera el renombrado premio de las letras. Era la mañana del 7 de octubre
de 2010.
Así parecía,
entonces que, de nuevo, domeñadas todas las corrientes del azar, confluyeran
excepcionalmente otra vez congeniando talento, perseverancia, ingenio creativo,
calidad narrativa y, especialmente, honestidad intelectual, en un solo nombre,
uno de los más conspicuos representantes de aquello que se conoció entre los
años sesenta y setenta del siglo pasado como el boom literario latinoamericano. Vargas Llosa tenía entonces 74 años
de edad, eran ya lejanos los días de sus inicios como narrador reconocido. En
1962 con su novela La ciudad y los perros,
obtiene el Premio
Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral. Y en 1967 el Premio Rómulo Gallegos con
su obra La casa verde. En 1986 es
reconocido con el Premio
Príncipe de Asturias de las Letras y en 1994 el Premio Cervantes.
Sólo era cuestión de tiempo, como antes señalé con Octavio Paz, que el Nobel
estuviera en su camino.
Peter Englund,
secretario permanente del comité del Nobel, dijo que telefoneó a Vargas Llosa
para darle la noticia.
“Me dio un poco de
vergüenza llamarlo tan temprano. Pero estaba levantado desde las 5 de la mañana
preparando una clase (...) Estaba eufórico. Estaba muy, muy emocionado”. Según se
reseñó en Reuters el 7 de octubre de 2010.
“Esta mañana creí
que podría ser una broma la llamada de ese señor que me dijo que era el
secretario general de la Academia Sueca”, relató en la conferencia de prensa
que Reuters recoge ampliamente.
El Nobel de Literatura, a diferencia de las otras distinciones, no se otorga debido a una investigación o un descubrimiento particular, sino por todo un recorrido, que suele llevar una vida entera, de exploración narrativa, de innovación en las infinitas posibilidades que la plástica de las palabras, inventándose al amparo de la búsqueda humana para alumbrar ilusiones, pueda hacer de las capacidades expresivas una fuente de inspiración para los lectores.
Mario Vargas Llosa es uno de los intelectuales más relevantes de nuestro tiempo, su obra, inmensa, prolífica, como pocos, es una obligada referencia de la literatura de habla hispana del siglo pasado y de lo que va del presente. Es una fortuna, juicio personal, naturalmente, que no resultara vencedor en la contienda política en la que los peruanos optaron por el dislate fujimorista. De seguro habría sido un buen presidente, no abrigo dudas sobre eso, pero aquella experiencia, en un país con las complejidades estructurales del Perú, con las insospechadas tramas de conspiraciones y tragedias de toda suerte que suele ser vida de nuestros países, no sé si habría valido la pena apartarlo de su pasión, esa que tanto le ha aportado a nuestro tiempo, para sumergirlo en ese Canudos ingrato que el destino se empeña en forjar para nuestros pueblos.
“Sin
las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para
que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada
por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la
literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos
alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados
en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen
tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta
suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que
corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se
vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles
y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el
mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar
historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho,
que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana.”
(Fragmento
del discurso de Mario Vargas Llosa durante la entrega del Premio Nobel de
Literatura 2010)
Como al principio indiqué, a la fecha de hoy, cuando se publica el presente artículo, pocos días faltarán para conocerse el veredicto sobre el Nobel de Literatura del presente año, quiera, como también antes dije, que todas las atolondradas corrientes con las que nos sorprende con frecuencia el azar, jueguen limpio y se apacienten con la serenidad, acaso rindiéndose ante la evidente contundencia de la consecuente labor literaria de alguien como Rafael Cadenas, nuestro admirado poeta, para que pueda coronar en el sereno crepúsculo de su vida, el más alto reconocimiento de las letras universales. ¡Que así sea!
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