László Krasznahorkai, el escritor de la melancolía.
Por Manuel Pacheco
Leer
a Krasznahorkai requiere estar espabilado para no desconectar con su escritura
apretada o irritarse con su pesimismo. Alguno de sus libros ha estado en mi
mesita de noche durante meses porque no es un autor con el que a uno le
apetezca coger el sueño. Sin embargo, quiero evitar calificarlo como un autor
“difícil”. Lo difícil, como lo misterioso, es una etiqueta negativa que se
aplica cuando el contenido no se aprecia de un vistazo, cuando no es posible
resumir un argumento en unas pocas palabras o vender una historia de manera
atractiva. La dificultad atañe a los obstáculos que interfieren en el acceso a
la información, y por eso puedo hablar de una teoría o un ensayo o un tratado
difícil, pero no tiene sentido hablar de una novela difícil por lo mismo que no
tiene sentido decir que una novela pone obstáculos, ya que, afortunadamente,
las novelas no son informativas. La exigencia de concentración es un requisito
mínimo para la lectura, no algo difícil (y lo digo yo, que voy perdiendo a
pasos agigantados la capacidad de atención). De igual manera, la velocidad con
la que sucedan los acontecimientos tiene que ver con un modo de escribir, pero
ni lento ni rápido significa, respectivamente, difícil o fácil.
“¡¿Qué manera de ensuciar la lengua era esta, qué caos de imágenes utilizadas al buen tuntún?! ¡¿Dónde quedaban la pureza y la claridad que –¡supuestamente!– caracterizaban al espíritu humano, dónde encontrar el mínimo indicio de un esfuerzo por alcanzar la precisión!?” (Tango satánico).
Krasznahorkai pertenece a esa tradición de escritores que usan párrafos largos y pocos puntos con el objetivo de eliminar las limitaciones temporales que imponen los signos y divisiones gráficas, de modo que en sus libros la sucesión de pequeños acontecimientos y reflexiones se intensifica e incluso se superpone. Aunque esto supone que la acción se dilata, que ocurren menos cosas, lo cierto es que en el ritmo de lectura aumenta de manera frenética hasta alcanzar una especie de deslizamiento, un “pasar por encima” del texto que difiere de las exigencias de otro tipo de narraciones con una dirección más evidente o unos acontecimientos más definidos. Es el estilo que adopta el stream of consciousness, aunque hay autores como Beckett, Bernhard o Blanchot que lo han convertido en su voz. Se me vienen también a la cabeza Malina de Ingeborg Bachmann o San Camilo, 1936 de Cela. Son ejemplos en los que la manera de escribir no es una impostura, sino que es inseparable de lo que relatan: la neurosis, el desvanecimiento de los significados, el monólogo interior que marca distancia con la cosa observada, la acumulación de narradores, la rápida sucesión de acontecimientos. Con un poco de sorna y un poco de asombro, un medio digital señala a propósito de un fragmento de las Relaciones misericordiosas de Krasznahorkai: “Como observarán los lectores, carece de puntos y apartes. No es un error de edición. Así es la escritura del húngaro galardonado.” Suena a una advertencia que podría hacer saltar las alarmas en… no sé, 1922, allá por la publicación del Ulises de Joyce.
“Este es el camino hasta la victoria final. Hasta el triunfante fin. Adquirir, degradar. Degradar, adquirir. O de forma diferente si quieres: Tocar, degradar y así adquirir, o tocar, adquirir y entonces degradar. Ha sido así durante siglos. Sigue y sigue y sigue. A veces a escondidas o groseramente, a veces discretamente, a veces brutalmente.” (El caballo de Turín).
“Como si él mismo fuese un receptor vivo, decididamente convencido como estaba de que cualquier onda radiofónica que pasara por cualquier punto del mundo, por muy pequeño, insignificante y lejano que fuese lo ‘afectaba’ también a él.” (Relaciones misericordiosas).
Pero tampoco hace falta mucho contexto para leer estos libros, puesto que sus situaciones y miserias permanecen abstractas y son fácilmente universalizables. El propio escritor rechaza la etiqueta de realista, y así lo prueban sus intereses de las décadas posteriores. Tras una serie de viajes a Asia, cuestiones como la belleza, el detalle y la contemplación adquieren mayor protagonismo en sus libros, y su escritura recoge estos temas y los integra en su flujo y su ritmo. Ahora, el hecho de que un montón de páginas concentren un conjunto muy limitado de acontecimientos tiene que ver con una manera de observar propia del artesano; ya sea el caso, como encontramos en Y Seiobo descendió a la tierra, de un meticuloso pintor de iconos en la Rusia medieval, un compositor del Barroco o un fabricante de máscaras para el teatro kabuki. En una entrevista concedida el año pasado, Krasznahorkai dice que la labor del escritor es describir el estado de personas, animales, plantas, minerales y “asumir con vergüenza que nos llamen creadores”. Me gusta esta caracterización porque me recuerda a una idea que trato de defender siempre que puedo: que describir es siempre mejor que definir, porque la descripción nos ahorra la búsqueda estéril de la verdad última para optar, por el contrario, por el mundo de las sombras y los matices.
“Una mente vacía se enfrenta a preguntas graves en apariencia, inesperadas y, por su carácter inesperado, rudas y avasalladoras, y no es que no tenga respuestas, es que le resulta difícil salir de su prolongado silencio y decir algo, de manera que comienza a tartamudear, tartamudea en el sentido estricto de la palabra cuando abre la boca, como si buscara las palabras.” (Y Seiobo descendió a la tierra).
“Ha llegado el final, después no queda ya nada, dijo, y si algo sigue aún a pesar de todo solo será la cochina consunción de ese proceso.” (Y Seiobo descendió a la tierra).
AutorManuel Pacheco
Hay que reconocer que más allá del premio, se valora a un escritor de tendencia apocalíptica, que narra las fuertes presiones sociales vividas en un sistema político que olvido sus principios fundamentales de igualdad social. Su obra es interesante por lo que he leído de comentarios...
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