Antes que amanezca. (Crónicas perdidas)
“Entre
el gobierno que gobierna de forma errada y el pueblo que lo permite, hay una
solidaridad que da vergüenza”.
Víctor
Hugo
A las dos de la mañana,
religiosamente, se interrumpe el servicio eléctrico, se cumplen las seis horas
reglamentarias en las que se dispone de electricidad. Un silencio repentino se
apropia de la ciudad, los únicos puntos de luz que se aprecian son los del
firmamento, una vastedad alucinante que esparcida en una infinita cantidad de
puntitos luminosos, van titilando junto a la luna plenilunar que corresponde a
su puntual fase de la estación, y al comienzo impetuoso de las lluvias de
mayo.  Dando vueltas sobre la cama, con
los ojos metidos en la espesa lobreguez de la hora, el calor comienza a abrazarme
inclemente; el sudor corriéndome por el cuello y detrás de las orejas, va
enfriándome el cuerpo mientras la sensación pegajosa de la humedad me impulsa a
extender los brazos buscando el socorro del ambiente calmo. El canto de un
gallo se escucha lejano, seguido del ladrido ronco de un perro que nunca se
sabe de dónde sale, pero siempre se oye. El rumor de unas voces como un
cosquilleo sobre el viento se percibe pausado en una atmósfera en que ahora da
paso a los sonidos que ordinariamente no se escuchan, son como ráfagas viajando
indefensas en el sopor nocturno. Las palabras se advierten a retazos entre un
hombre y una mujer desde uno de los pisos contiguos. Se sienten en tono de
lamento enojado, de queja noctámbula que a otras horas pasarían desapercibidas.
Todas las aguas servidas, que como
ríos desbocados de inmundicia llegan de las ciudades ribereñas y, de más allá,
descargan impunes su contenido en el lago. El estado venezolano ha sido
extremadamente negligente con su planificación en el ámbito ambiental. Ni
siquiera ha sido capaz de cumplir los imperativos de las leyes de saneamiento
que él mismo ha promulgado. 
Desde finales de siglo pasado se
tenía previsto construir el sistema de plantas de tratamiento de aguas servidas
de las principales ciudades de la cuenca del lago, una vez que se iniciaron,
ninguna de ellas se culminó, y aquellas que previamente existían al régimen
acordado, habiendo funcionado a duras penas durante un lapso relativamente
corto, hace ya tiempo dejaron de prestar servicios. Es una calamidad enorme, un
crimen ecológico de proporciones colosales lo que ha ocurrido con el Lago de
Maracaibo. 
Para los meses finales de dos mil
seis, el entonces presidente Hugo Chávez, agendó en su programa de
inauguraciones previas a la celebración de las elecciones presidenciales, la
puesta en servicio de la planta de tratamiento de aguas servidas de la ciudad.
Bien entrada la mañana del día previsto, el equipo técnico a cargo de la obra
realizó las primeras pruebas, aguardando, como suele ocurrir en este tipo de
eventos, por el visto bueno del protocolo presidencial; para aquel toque
oportuno, noticioso, en que el primer mandatario con sólo oprimir un botón en
medio de atronadores aplausos, encendería el sistema que acabaría con esa
vergüenza de recitar panegíricos sobre el lago, al mismo tiempo que le lanzamos
nuestros excrementos. El comandante, es decir, el presidente, ese que un día
decidió hacerse llamar como un jefe cuartelarlo, y no como servidor público,
llegó tarde. Atareado entre el gentío que le esperaba y su séquito inveterado,
apenas se atuvo al protocolo elemental, hecho este que no era nada extraño en
él, porque como bien ha quedado registrado en nuestra historia patria, el
personaje no era muy respetuoso de estas formalidades reglamentarias. Con su
muy particular estilo, en medio de sonrisas, algarabía, gritos de seguidores y
desesperados intentos por tocarle, el programa se desarrolló como
atropelladamente sólo podía resultar.
Con dificultad tomé el lápiz, hice
tres o cuatro garabatos encima de la libretica, adivinando la superficie sobre
la que anotaba esos jeroglíficos que ahora estaba seguro no olvidaría. La
expresión que recordaba luchando contra el olvido, me ayudaría a situarme en la
idea, en el propósito de la narrativa, y por ello mi interés apresurado en
registrarla. Despierto, ya no pude conciliar más el sueño sino hasta después de
un buen rato, mientras tanto, socorrido por la tenue luz natural que entraba
por la ventana de la habitación, me dirigí a ella para abrirla, desplegando la
hoja rectangular en que consiste el ventanal. Un olor a gasoil me pegó en la
cara súbitamente, se respiraba flotando sobre aquella parte de la ciudad que
divisaba a media luz.  Cuando la
electricidad se suspende, las plantas eléctricas se encienden automáticamente,
de ellas se desprende, entonces, el humo del combustible que queman para
mantenerse funcionando, esa era la causa del saturado olor en el ambiente. Como
el sonar de los murciélagos, me dejé llevar por el oído, y con relativa
facilidad, logré determinar la ubicación de varias de ellas en el paisaje
oscuro de la madrugada. Ociosidad noctámbula cortesía de Corpoelec. Todo estaba como suspendido y el tiempo parecía no iba a
ninguna parte. Temprano, para usar alguna expresión como medida temporal
cercana a las dos de la mañana, una lluvia imprevista hizo elevar un vapor
lerdo de las calles calientes hasta la altura media de la ciudad, como imagino
sería el efecto de una lluvia ácida de esas de las que tanto se habla en la
literatura ecológica cuando cae sobre la tierra. A ras del asfalto, seguramente
a una distancia discreta de éste, se fue alzando como una bruma débil e
informe, liberándose despacio desde el suelo de modo gaseoso y etéreo, para que
la ciudad adquiriera un toque espectral bajo la precaria luz de la iluminación
pública, conformando una panorámica de pueblo abandonado al que sólo le
faltarían los rollos de paja dando vueltas en las calles como los viejos
western de nuestra infancia. Contemplando la escena mientras adivino en las
distancias los sectores que aún tienen electricidad. Una, dos o tres canicas a
la vez se estrellaron sobre el piso superior donde habito, mi techo; sonando
nítidamente con su inconfundible rebote sobre el cemento. Pese a que no habita
nadie ahí, eventualmente, se ha venido escuchando desde hace cierto tiempo, un
ruido similar al que genera la caída de unas canicas saltando encima del piso.
Enseguida se recogen y no vuelven a oírse hasta la siguiente oportunidad. Desde
hace más de dos años el propietario del inmueble, una vez que falleció su
madre, abandonó la propiedad junto a su pareja, y desde aquellos días no se
sabe de él. Un sujeto hosco con cara de vinagre del que nadie tiene
conocimiento. Quienes viven contiguamente, igualmente manifiestan su
desconcierto cada vez que se toca el tema de las metras sonando en la
madrugada. Sólo se oyen en un instante, por unos segundos veloces en que puede
durar un sonido semejante, como justamente ha sucedido hace unos minutos. 
Desde un lugar impreciso de uno de
los niveles superiores, la charla pausada de un par de vecinos, un hombre y una
mujer, ambos jóvenes, por el tono de sus voces, se percibe como un rumor
distante y apagado, probablemente sean los inquilinos recientes que apenas se
conocen; no duermen, como ahora le ocurre a otro de los residentes que desgrana
las horas con un cigarrillo entre los dedos que se asoman descansando sobre el
marco de la ventana lindante a la mía. Es uno de los viejos del par de
jubilados que se disputan, además de los cigarrillos, las sobras de felicidad
que les entregan Mateo y Rocco, dos gatos esquivos que se esconden perennemente
evitando los mimos de ambos achacosos. Un piso más abajo, dos niñas y un varón
en edad escolar que viven con la abuela y sus padres, duermen a plenitud
después de alborotar durante todo el día las escaleras y pasillos del edificio
con sus risas y juegos indiferentes, como en una vacación permanente porque
casi nunca hay clases en la escuela. El niño, es aquel que lloraba
incesantemente cuando bebé, mientras llegaban en aquella ocasión al apartamento
de Marila, la vecina que aún habita en la planta inferior, precisamente debajo
de ellos, los dos hombres que buscaban afanosamente al publicista desaparecido
desde entonces. Marila y Leandro no alcanzaron a tener hijos. Sólo la niña de
la mujer divorciada, que vive enfrente, permanece despierta. Cada vez que baja
las escaleras tomada de la mano de su madre, se queja de no haber dormido, ambas
lucen ojerosas y, en el trayecto, cuando la llevan a la escuela durante los
días en que la restricción eléctrica lo permite, manifiesta su enfado
resistiéndose a ir a clases. Quizás ahora ambas entregan sus abatimientos a la
penumbra que se extiende sobre la ciudad, luchan contra el peso fatigoso de las
horas por la porción de sueño que la madrugada calurosa les arrebata como a
todos.   
Posterior a un lapso no mayor al de
un par de horas, en otro lugar, la sección de una de las vías de la ciudad, se
hunde inexplicablemente, un boquete grande, inmenso, se abre en el asfalto, y
obliga a los vehículos a tomar una calle alterna. En otra parte, en un
perímetro cercano, ocurre lo mismo. La red de tuberías de aguas residuales
recién culminada para integrar el sistema que se inauguraba, colapsa abrupta e
imprevisiblemente. Su flujo se detiene y embrolla de tal modo que el novedoso
ingenio de saneamiento ambiental, se desmorona súbitamente en decepcionante
propósito. Nunca más el gobierno se ocupó del caso. Ese mismo día, el
presidente se marchó de Ciudad Ojeda con las atribuladas correspondencias que
sus asistentes pudieron recoger de entre el gentío, mientras la flamante
apuesta de ingeniería ambiental inaugurada, se apagó casi al mismo tiempo en
que el comandante tomaba vuelo con destino a la siguiente parada de su periplo
proselitista. 
Un grillo solitario canta
intermitente al amparo del sigilo crepuscular, su runrún suena durante el
intervalo tedioso del amanecer en que pareciera detenerse el tiempo. Su timbre
se escucha como el repique de algunos teléfonos móviles; un estrafalario ruido
brillante en el que un acompasado fondo ronroneante le proporciona la armonía
de un bajo, como cuando un músico rasga en desánimo las cuerdas de aquel
melodioso instrumento. En realidad, el animal se frota escondido sus
extremidades, seduciendo con su canto a la pareja metida en otro agujero del
edificio, al tiempo que la ciudad se va desmayando en espera rendida hasta los
fulgores del nuevo día.  
 –¡Acuéstate! –me dice mi mujer, desde la
penumbra aliviada por la luz estelar–. Engañemos nuestro desvelo antes que
amanezca.
Terco,
adelantándome sobre el discurrir inexorable de la aurora, me limito, entonces,
a garrapatear sobre la libretica, unos versos repentinos que no podrían
resistir el agobio del olvido.
 
 
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