San Sebastián de Las Tasajeras (Relato)
La carretera angosta por
la que ahora transito divide el macizo semidesértico como una larga franja
negra y sinuosa, trazando una ruta allende otros parajes para extenderse en el
horizonte como si fuese a encontrarse con el mismo astro rey descansando entre
las nubes. Llevo horas de viaje, desde muy temprano en la madrugada, cuando
todavía en el cielo refulgían atolondrados los incontables puntitos de luz que
apaciguan la oscuridad, pese a ello aún no me siento cansado, de modo que
detenerme ahora ha sido verdaderamente un contratiempo que no esperaba
encontrarme. 
Girando sobre el lomo de
la carretera, uno de los neumáticos delanteros, repentinamente lanzó aquel
estallido tan propio de las pinchaduras de un caucho. El volante, de inmediato,
acusando la avería, comienza a vibrar de forma atropellada, obligándome a
orillarme sin perder ni un segundo. Poco a poco fui llevando el vehículo hacia
la estrecha calzada hasta que fue desmayándose para aplicar los frenos, y
detenerme por fin.  Me encontraba
inesperadamente en un camino solitario, averiado en una zona por la que según
parecía circulaban muy esporádicamente vehículos. Esa fue mi primera impresión,
una sensación de solitud única que fue sobrecogiéndome, pues, desde hacía rato,
no había visto transitar a nadie en cualquiera de los sentidos de la vía; no
venían ni tampoco iban carros. Es decir, para mejor expresarlo, ni bajaban ni
subían personas o automotores de ninguna clase a través de la estrecha ruta que
se proyectaba en las lejanías de la cordillera. Tal vez sea la hora, incluso el
día, me atrevo a pensar. En efecto, los domingos en la mañana, muy temprano,
por lo general suele haber poca afluencia de conductores en las carreteras. Esa
es la idea que tengo después de haber circulado por ellas durante tantos años.
Así, dominado por la contrariedad, aguardé varios minutos sentado dentro del
auto, dirigiendo mi vista en derredor, sin el menor propósito de salir a
establecer cuál era el verdadero alcance del percance. 
Afuera, un silencio sólo
perturbado por el rumor del viento bajando desde las colinas, colmaba el
ambiente apacible como si allí nada tuviera prisa más que el aire levantando el
follaje de los arbustillos famélicos desperdigados en las laderas terrosas. A
veces, el berrear de alguna cabra arrancando del suelo agreste el monte ralo
adherido con firmeza en el pedregal, se escuchaba lejano perdiéndose como un
lamento que iba desfalleciéndose en la inmensidad. Al rato, saliendo de pronto
de entre los matorrales que escoltan la carretera, a varios metros de donde me
encuentro, veo venir a un muchacho en una bicicleta, viene pedaleando con la
habilidad de un malabarista, sosteniendo en una de sus manos, un cartón de
huevos con tal naturalidad, como si éste formara parte de su anatomía. Antes de
llegar a toparse conmigo, vira a su izquierda y toma el camino arenoso que
conduce hasta la cumbre de la meseta, enfilándose a través de un paso
rastrillado por las aguas que durante el invierno descienden aturdidas por la
pendiente. Según las marcas de la trocha, se arrastran desembocando en raudal
persistente hasta la carretera, precisamente, hasta el costado en que ahora me
encuentro contemplando el paisaje. En aquella senda de surcos como grandes
arrugas serpenteando el trayecto, a paso lento, el ciclista, fue remontando el
escarpado sinuoso hasta posarse en la última de las viviendas coronando el
cerrito. Cuando el adolescente al fin llega, quizás exhausto, por la lucha que
ha significado sortear los escollos del camino equilibrando el cartón de
huevos, decido, entonces, salir del vehículo. 
La rueda derecha, la
delantera, yace completamente achatada sobre el asfalto, desinflada y
estropeada, dando la impresión que me encuentro frente a una nave escorada
yéndose a pique en medio de la inmensidad. 
En uno de sus extremos,
una rajadura larga, cortó el caucho en diagonal, como si un objeto filoso
hubiese sajado la gruesa armazón negra hasta sacar de sus entrañas el vacío que
la sostiene. Examino por unos instantes la llanta, en cuclillas, para apreciar
con mis manos la magnitud del daño. No hay nada qué hacer, no tiene arreglo, y
enseguida, consternado, pienso en el contratiempo, en la contrariedad y en todo
aquel engorro que significa disponerme a cambiar un caucho en plena carretera.
Sin embargo, reponiéndome casi al instante, tomo un poco de aire para coger
impulso, y me hago de fuerzas para resolver el asunto, mientras el sol pegando
a mi espalda, trae consigo la quemante sensación de una mirada espiándome desde
algún lugar del rellano. Es aquella extraña percepción a veces sentida sobre el
cuerpo a través de una acuciosa observación; una inexplicable presencia que nos
sigue con sus ojos hasta que, en el albur de las reacciones humanas,
finalmente, se intercepte con disimulado gesto. 
Ya de pie, al voltear
hacia el camino que minutos antes tomara el ciclista, miro en ambos lados de la
ruta polvorienta y busqué en sus alrededores el origen de aquella sensación que
quizás fuera fruto de la imaginación, del recelo que me posee hallándome
desamparado frente a tan desafortunado percance, y no, en efecto, un acecho
inexplicable. Paseo mi vista fugazmente sobre el caserío, y trato de contar las
viviendas; son cinco o seis, todas muy dispersas, con patios extensos
remontándose sobre la austera cuesta que conduce a la meseta. En una de ellas,
la primera del ala derecha del camino, dos mujeres, ambas jóvenes, en el umbral
del humilde pórtico, hablan entre sí mientras señalan el lugar en que varias
cabras arrancan del suelo el pastizal reseco. Un perro de patas blancas, bate
su cola empinando el hocico con la lengua suplicante hacia ellas, quizás sea
alguna promesa que le han hecho a sus instintos, que ahora se las está
reclamando lanzándoles dos o tres ladridos mendicantes. No parecieran haber
notado mi presencia, incluso ni siquiera me miran. En el extremo opuesto, tal
vez diagonal a ellas, subiendo la pendiente, otra de las casas luce desocupada,
como abandonada, cuyas ventanas y puerta principal ofrecen un semblante de
clausura, no obstante, sobre el dintel de la entrada, un bombillo pegado en la
pared, todavía continúa encendido con su luz incandescente diluyéndose entre
los fogonazos amarillentos del sol que apunta desde atrás de la colina. A su
lado, varios metros más arriba en el camino, separándose en el terreno que
ambas comparten por un camellón de alambre de púas que las divide, otra
vivienda parece vacía. Un árbol cubre parte de su fachada con largos brazos
envolviendo el techado.  Detrás de ella,
varias filas de arbustos floreados forman un precario jardín multicolor con plantas
de la estación. Allí, otra vez, los seres más comunes del paisaje, se pasean
indiferentes, impasibles, por la estepa soleada, ensimismados, como siempre, en
la única tarea que sus cerebros les prescribe en su existencia: rebuscar entre
el matojo de la tierra el alimento que les sirve de sustento mientras van
berreando.  A su frente, una casa más
baja, con el resto de sus dimensiones recortadas, se alegra con el sonido
estridente de una radio metida en sus entrañas; su eco se pierde entre los
rumores sordos que forma el viento bajando por los cerros. Así la cháchara del
hablante, acompasada por una música de fondo, sube y baja de intensidad en el
ambiente según quiera la caprichosa fuerza del viento, quedándose muchas veces
flotando en la atmósfera, como si estuviese penando en el limbo creado por los
pliegues topográficos de la zona. 
En la cresta de la loma,
en su flanco izquierdo, abriendo paso al camino áspero que se introduce en la
meseta, bajo la sombra de un araguaney en flor, mi vista se estacionó sobre la
figura de un anciano sentado con una manta sobre sus piernas, se apreciaba como
protegiéndose de un frío que bien sabía era inexistente. Sus manos, sujetándose
una palma dentro de la otra, descansaban sobre sus piernas, mientras se acodaba
en los apoyabrazos del asiento en actitud serena. Su semblante apuntaba su
mirada directamente hacia mí, como si desde la espléndida atalaya en que moraba
no pudiera otearse ninguna otra presencia que la mía. Cuando logramos alinear
nuestros rostros al vuelo de la imaginación que acortaba nuestra distancia,
ambos supimos de inmediato que estábamos mirándonos. Así, al fin, después de mi
vuelo rasante de unos segundos extendidos sobre el paisaje ocre que nos
mediaba, ya pude descubrir la observación que, desde aquella fisonomía tostada,
de barba rala y blanca, me contemplaba muda desde la cima de la campiña
miserable.
II
El sol de cuarenta y
cinco grados sobre la superficie baña jubiloso la comarca, su exhalación
luminosa la tengo de frente azotando inclemente mi rostro. Levanto mi mano para
escudarme de él, cubriendo mi cara con la palma derecha abierta pretendiendo
tapar el disco dorado que, azorado, se yergue entre un montón de nubes blancas.
El anciano, en gesto inesperado, sin los centellazos molestándole porque nacen
a sus espaldas, alza por su parte, su mano. Lo ha hecho al propio tiempo en que
elevo la mía, también con su diestra abierta, como respondiendo a mi ademán protector
con similar movimiento. En las primeras de cambio dudo de la señal, pero, de
seguidas, vuelvo a sacudir con indecisión la mano, mientras, empujado por el
sol inclemente, me arrimo al auto dominado por la torpeza. Apenas bastó ese
oscilar tímido con el que respondía para que el anciano me devolviera un saludo
franco. Ya no había sorpresas, en efecto, el hombre estaba al corriente de mi
presencia en aquel insólito lugar, por tanto, no se trataba de un espejismo ni
el fruto de mi imaginación haber supuesto el acecho de una mirada sobre mi
espalda al examinar la rueda. Consistía con claridad un hecho tangible su
existencia. Mientras llegaba a esta conclusión, aquel sujeto seguía allí
haciéndome señales amigables, oscilando su mano, una y otra vez, como si quisiera
enfatizar su condición de espectador en aquel reino solitario. Tenía rato
observándome, tal vez desde el mismo instante en que me detuve.
III
Al levantar las
herramientas y parte del equipaje descansando junto a otros objetos en la
cajuela, descubro enseguida el nuevo imprevisto: ¡el caucho no tiene aire!...
¡Está desinflado!... ¡¿Qué vaina! ¡¿Y ahora qué hago?!... El corazón me palpita
tan fuerte que ya no era el viento quien estremecía mi camisa, sino una
crepitación azorada saliendo del costado izquierdo de mi pecho. Sudaba frio
mientras golpeaba desesperado el lomo del caucho, aferrado a la estéril idea de
suponerlo en condiciones de hacer su trabajo: ¡no hay nada que hacer!... ¡Es
inútil! Me repito consternado. 
Al sacar mi rostro de la
maletera, lo giro a la derecha, y persigo la mirada fija del anciano allá en su
aposento, como si fuese en ese instante la única tabla de salvación a mi traspiés.
La consigo de nuevo, igual que antes: impávida, imperturbable, contemplando el
paisaje arruinado y soñoliento que le rodeaba, donde ahora yo también formo
parte por causa de la fortuita tiranía del azar. El viejo, una vez más, alza
una de sus manos y, torpemente, con la palma abierta, como ya antes lo había
hecho, me saludó otra vez. 
Desde que llegué a este
lugar, ningún otro vehículo había cruzado la vía, podría desnudarme y plantarme
en medio del asfalto y nadie se enteraría. Es, en efecto, una carretera
desolada, ya ni siquiera es que tiene muy poco tráfico, como en cierto momento
pensé, sino que verdaderamente no tiene tránsito alguno. ¿Me habré equivocado
de ruta?... Me preguntaba aturdido en par de ocasiones. Recuerdo haber girado a
la izquierda varios kilómetros atrás, justo como indicaba el letrero en la
autopista señalando la indicación.  Estoy
seguro de haber tomado la vía correcta… Me decía con insistencia. Pero, bien,
no es ese realmente el problema que ahora tengo, termino por admitir.  El asunto apremiante consiste en reparar la
avería de la rueda, o, en su defecto, reponer el aire al caucho de repuesto.
Ninguna de las dos cosas a simple vista puedo hacerlas. Me apena tanto, porque
en otras circunstancias, serían tan elementales y rutinarias, que, realmente,
no pasarían de ser un percance menor, una menudencia de fácil resolución. Pero,
aquí, en medio de la nada, entre cabras y matorrales, acechado por un guardián
de soledades y evitado por otros ensimismados en sus infortunios, atascarse así
es una verdadera tragedia. 
Así, avasallado por mis
temores, lleno de aire con lentitud mis pulmones y trato de pensar. Desde la
hondonada, la radio continuaba sonando con su mismo fragor, y las mujeres que
hace apenas unos segundos viera interesadas en las cabras del solar contiguo,
corriendo al perro que las agasajaba lisonjero, ya se han retirado. La casa con
la bombilla colgando en su fachada, aquella que estuvo encendida minutos antes,
ahora se observa apagada. Y hasta el perro adulador de las dos jóvenes, también
ha desaparecido pese a desvivirse por ellas. Más arriba, en donde el viejo con
el niño se entretenía con los polluelos, el abuelo da un manotón y hace correr
despavoridos a los alegres pollitos por el patio baldío que rodea la casa. De pronto,
al ciclista del cartón de huevos, lo vi venir esta vez de regreso loma abajo.
Viene sorteando con su manifiesta habilidad las arrugas del terreno yermo, tal
vez ha retornado por algún otro encargo hasta un vecindario cercano. Me digo.
Quizás pueda ayudarme, decirme al menos, dónde podría reparar la rueda. Me
animo a pensar. Siento un alivio verlo acercándose. 
Mientras tanto el anciano
seguía allá arriba como si nada le importunara. Cada vez que volteaba a
mirarlo, enseguida encumbraba su mano y me saludaba, parecía un gesto
automático respondiendo a una razón premeditada. En pocos segundos lo
descubriría. 
En el margen opuesto de
la carretera, la que ahora tengo a mis espaldas, no se divisan viviendas, ni
fincas con animales pastando, ni personas andando; en cambio, un bosque
marchito de arbustos arrugados y verduzcos, xerófitas abundantes, araguaneyes
en flor, y otros árboles dispersos que no sabría nombrar, colonizan abundantes
la vastedad desolada y árida del paisaje. El viento pega en leves ráfagas,
aupando una polvareda momentánea que se disgrega etérea, metiéndose entre los
arbustos y el follaje ralo del resto de las plantas. De allí surgía un chiflido
integrándose al silencio atrapado en la vega desolada. ¿Cómo podrán vivir
personas aquí?... Me pregunto angustiado. 
Supongo que se habitúan del mismo modo en que lo hacen los animales y la
vegetación… 
El ciclista, a escasos
metros, alza su cara, sacándola del suelo arenoso del que venía pendiente y me
mira. Sin dudas, tengo ahora, la certeza de que viene hacia mí. Una sonrisa
discreta confirma mis conjeturas, cuando observo que distiende sus labios al mismo
tiempo en que me dirige sus ojos sembrados en unas cavidades ojerosas. Son unas
pupilas verdes como un par de metras alegrándose junto al rostro que, entonces,
se arrebuja con una súbita expresión afable.
–Le manda a decir el
abuelo que suba hasta allá –me dice enseguida que se detiene frente a mí. 
El hombre ha frenado la
bicicleta con la planta de un zapato polvoriento rozando la rueda trasera. Con
el burro entre las piernas, como también se le llama al tubo superior que une
las dos secciones de la bicicleta, el sujeto se planta delante de mi mientras
me recita el mensaje del anciano. Una vez que comunica su recado, giro mi
rostro hacia la meseta. Desde allí, el viejo alza su mano y vuelve saludarme,
oscilándola como si fuese una marioneta a quien le hacen andar su extremidad. 
–¿Y qué desea el
señor?... –le pregunto.
–Ah, pues… No sé… Siempre
ha estado esperando por alguien. A lo mejor es usted por quien esperaba. Seguro
es por eso que quiere que suba.
De la cavidad oscura,
delgada y chupada como una ciruela deshidratada que tiene por boca, le sale
cada palabra con desgano, como si las masticara antes de pronunciarlas
asociadas a un aliento horrible. El hombre no tiene dentadura. 
–¿El señor no se ha dado
cuenta que estoy accidentado?... –le insisto. 
–Sí, él lo sabe. Todo el
que aquí se detiene no lo hace por su gusto. Nadie viene por su cuenta… Él lo
sabe. Por eso quiere que suba. 
–¿Dónde puedo reparar la
avería de mi carro? ¿Pueden ayudarme? –le interrogo ya inquieto, eludiendo la
absurda insistencia. 
–Ah, pues, no se preocupe
por eso, amigo… –me responde flemático. 
El sujeto hablaba con una
llaneza impávida, como si el percance de la rueda no significara mayores
inconvenientes. 
Después de varios minutos
de mi llegada a la planicie, miro entonces mi reloj y preciso la hora, las
agujas en la esfera permanecían en la misma ubicación de la última vez en que
lo consulté. Me doy cuenta porque la saeta más delgada, la que va indicando los
segundos, se encuentra detenida sobre el diez, mientras las otras señalaban las
ocho y cuarenta y cinco minutos. Me parece raro, algo confuso porque quizás es
la misma hora desde hace mucho tiempo. Sacudo mi muñeca intentando reanimar el
reloj, pero las agujas no responden, continúan en igual posición. ¡Qué extraño!
Digo en voz baja, evitando compartir esa observación con el ciclista.  
–Está bien, voy a subir,
pero, enseguida que vuelva, me ayudas, por favor, a reparar el caucho –le digo
al sujeto–. Debo seguir mi camino cuanto antes –le preciso cuando me apresto a
obedecerlo.
–Ah…, pues, pierda cuidado,
a lo mejor no le hará falta reparar nada… Adelántese usted que ya me llego
hasta allá… –dijo sorprendiéndome.  
IV
Mis zapatos ya no
soportaban más polvo sobre ellos, a medida que voy subiendo el modesto
escarpado, me tropiezo con la espesa arenilla del camino y con unas piedritas
parecidas a las que descansan sobre el cauce de los ríos. El perro de hace un
rato, el patas blancas, a diferencia de un decrepito animal color tierra que
descansa impasible bajo uno de los pocos árboles que sombrea, me mira
apuntándome su hocico como si oliera en el aire un aroma conocido, se yergue
alzando su cola, y luego de un par de intentos por ladrarme rabioso, al final
desiste meneando el rabo con cariño. Algo hay en mí que reconoce como familiar,
supongo. 
Al voltear el rostro,
evaluando el trayecto cubierto, aprecio el caserío semiabandonado, desahuciado,
y entonces me aborda una visión fantasmal del poblado, la idea de un pueblito
que fue progresivamente deshabitándose, a lo mejor por la ruda vida del campo,
o quién sabe por cuál otra razón. Se le preguntaré al anciano de la colina. Me
digo apurando el paso.  
Mientras voy subiendo, el
niño con el viejo que alimentaba a los pollitos, me ve pasar parado en el
umbral de su vivienda, con sus ojos de infante curioso persigue mi andar. Tiene
una mirada intensa, bruna como una noche sin estrellas, como si en ellos no
habitara la chispa de luz que abrillanta las pupilas. De su rostro no sale
expresión alguna. Quizás sea ciego y me sigue por el ruido que hacen mis zapatos
estrujando el suelo. 
De la casa de la bombilla
recién apagada, apenas se escucha el bisbiseo de una conversación entre un
hombre y una mujer, por su tono, parecieran recriminarse alguna cosa. La radio,
en la siguiente casa, continúa   sonando
igual que antes, las personas que ahí habitan tendrían que levantar sus voces
muy alto para poder entenderse. A simple vista no se ve a nadie dentro de ella
pese a tener la puerta abierta. Tal vez estén en alguna de las habitaciones, o
en la cocina ocupadas en sus deberes. «¡Jesús es el camino, la verdad y la
vida!... ¡No te apartes de él!... ¡Él viene pronto!». Se oye vociferar con
pasión al locutor a través de los parlantes chillones de la radio. De todos los
animales, es probable que las cabras sean las que menos consciencia tienen del
mundo que les rodea. Sólo se limitan a hundir por instinto sus trompas para
arrancar del terreno pedregoso y tacaño la comida que silvestre se reproduce.
Cuando paso a un costado de ellas, ni uno solo de los berridos de minutos antes
sale de sus cuerpos enjutos. El celador ha seguido con atención cada uno de mis
pasos, me ha visto mirar a los lados indagando el vecindario arruinado. Ha
notado la acción de levantar mis brazos, uno primero y el otro después, para
cubrirme de la refulgencia impetuosa que se aúpa detrás de la colina, justo a
sus espaldas amparadas por la sombra del araguaney floreado. 
Llegando a la cima, puedo
ver ahora con absoluta nitidez la fisonomía del anciano que me ha estado
haciendo señas. Es un hombre delgado, seco, enteco, claramente mucho más que el
ciclista. Como lo he visto siempre sentado, sólo moviendo sus extremidades
superiores, presumo que tiene algún impedimento físico con sus piernas, sobre
todo en este momento cuando examino la manta que las cubre, probablemente no
pueda caminar, me atrevería a concluir. En su cara, una barba blanca, rala,
pero extendida, le envuelve buena parte del rostro, pareciendo una grama
creciendo silvestre hasta el cuello. Su cabello, igualmente blanco, liso,
escrupulosamente peinado hacia atrás, despeja una frente ancha, demacrada,
tostada por efectos del sol o los años. Sobre ella, destacan unas cejas
grisáceas, profusamente pobladas, que, viéndolo ahora tan de cerca,
escudriñando su cuerpo, puedo darme cuenta de la extraordinaria semejanza que
tiene con el ciclista. De su entrecejo, se le desprende una nariz larga,
ganchuda, descansando sobre un prominente Arco de Cupido que le dibuja con
meticulosidad el bigote, también en eso se parece al hombre de la bicicleta. A
poca distancia, ya muy cerca, entre las sombras que los árboles entregan con
generosidad, aprecio su mirada fija estudiándome. Tiene unos ojos grandes, de
un tono verde aceituna, que antes he visto, sembrados en unas cuencas abrazadas
por unas ojeras oscuras, sombrías. Apenas se sonríe cuando me voy aproximando.
Ya en la meseta, a un costado de la casita modesta que pobremente se observa
desde la carretera, se escucha un bullicio ahogado, como el murmullo de muchas
voces hablando a un mismo tiempo. No logro comprender qué se hablan unos y
otros; se oyen mujeres, hombres y niños con acento no sé si de reclamo, o tan
sólo de parloteo sin trascendencia. Supongo que es ahí donde el hombre,
balanceando la caja de huevos, la ha llevado un rato antes. Desde aquí, la
vista a la carretera y al resto del valle, es admirable, nada que ocurra en el
perímetro escapa a la contemplación embelesada del ojo rastreador del anciano,
como tampoco dejaría de notarlo cualquier otro que se dispusiera a ejecutar su
misión de celador de la hondonada. Me presento ante el viejo extendiéndole mi
mano, él, a su vez, estirando la suya, balbucea su nombre: Faustino Perales.
Dice secamente. Luego, posterior a una pausa que parecía eterna, añadió
benévolamente.  
–Tengo años esperándolo…
Hace mucho que nadie pasa por estos lados. Por eso siempre me siento aquí
aguardando éste día –dice finalmente.
El hombre me observaba
como si buscara en mí el parecido con alguien, me examina angostando sus
parpados para agudizar sus pupilas en la pesquisa que detenidamente hace.
Comienzo a sentirme incómodo, casi sin poder decir nada, y como un autómata,
incluso sabiendo que mi reloj se ha detenido, levanto mi muñeca para consultar
la hora. 
–No se inquiete por la
hora, sigue siendo la misma…  –me dice
con una leve sonrisa atizándole el rostro. 
Comprendo que quiere
decirme que no debo preocuparme por el paso del tiempo y, no literalmente lo
que acaba de ocurrírseme. ¿Cómo sabe que mi reloj se ha parado? Pienso con
rapidez. 
–Sí, claro… Es que no
quiero… 
–¡¿Perder mucho
tiempo!?... ¡¿Cierto?! –me precisa cabalgando sobre mis palabras. Lo hace con
un tono vigoroso que antes no había percibido. ¿Qué broma es ésta que me está
pasando?...  Vuelvo a cuestionarme. 
–Pues, no precisamente,
es que, como se ha dado cuenta, a mi auto se le ha estropeado una de las
ruedas, y el repuesto, tampoco me sirve… Quisiera…
–No se preocupe por eso,
ya no le hará falta –vuelve a hablarme en unos términos en que, para no tomarlo
fielmente, debo, como antes, sortear una interpretación de lo dicho. Sin
embargo, esta vez, decido ir directo al grano.
–Dígame usted, ¿en qué
puedo serle útil?
El hombre de la
bicicleta, sin mediar palabras, pasa a nuestro lado, llegando desde la
carretera, o de algún otro de los caseríos en las cercanías, supongo, pues trae
consigo otro cartón de huevos, columpiándolo en una de sus manos para evitar
que se estrellen en el piso. 
–Juvenal, ¿hasta cuándo
traes huevos?... ¡Ya te he dicho que no nos hacen falta más huevos! –le reclama
Faustino viéndolo ingresar a la casa–. No sé cuándo llegará a darse cuenta del
lugar en donde se encuentra… –me dice directamente a mí–. ¡No puede seguir
haciendo siempre lo mismo eternamente! ¡Qué contrariedad! –exclamó molesto,
dirigiendo sus palabras al vacío que nos separa, al tiempo que una lagrima
gruesa sale de uno de sus ojos rodándole presurosa por la mejilla derecha. 
–¡Bien!… ¡Dígame usted!
–le insisto. Eludiendo su turbación momentánea para retomar enseguida nuestro
diálogo. 
–Sí, correcto. Verá…,
¿puedo tratarte de tú? –me pregunta en tono amigable.
–Sí, desde luego. 
–Desde este lugar,
teniendo esta majestuosidad a disposición –el viejo abre sus brazos abarcando
el paisaje–, es una tentación para todo hombre no soñar a ser Dios. Puede uno
ver todo cuanto quiera, admirar el discurrir de las cosas y, sin interferir,
dejar que cada quien haga su propósito, como bien haría el Creador. Llevo años
esperando por alguien que, tomando este camino, se detuviera justo ante mis
ojos, para luego, sin las dudas de la razón, se llegase hasta mí, como tú lo
has hecho. Has escogido mi misión, la que llevo tanto tiempo queriendo legar,
porque me corresponde ahora otro destino... –hablaba inspirado, como alucinado
por alguna suerte de trance místico. 
Mientras lo escucho voy
haciendo un inevitable juicio sobre él: ¡Es un condenado chiflado alojado en
esta soledad!       
–Don Faustino, ¿cómo se
llama éste lugar? –le pregunto, sacándolo súbitamente del hilo que delirante
iba tejiendo.
–¡San Sebastián de Las
Tasajeras! –responde en el acto, cortando así la sarta de desvaríos que venía
recitando. 
V
Finalizando abril, los
araguaneyes de estas angosturas, se visten del amarillo extravagante que
transforma el paisaje en una acuarela impresionista; un deleite para la vista
de cualquier paisajista fortuito atravesando sus confines. Recuerdo haber
tomado la ruta de la izquierda, dejándome llevar por un aviso indicando el
lugar de mi destino, por ella fui avanzando flanqueado por una cadena
deslumbrante de árboles rindiendo un tributo gualdo a la ruta. El lomo del
asfalto en la mañana incipiente es de un matiz oscuro, opaco, carente del
brillo que en las horas posteriores adquiere para reflejar los espejismos que
en la distancia se observan.  Cuando
viré, un rayo de luz matinal entró por mi flanco derecho, bañando con su cósmica
presencia el interior del auto para hacerme frotar los ojos ante su
incandescencia. Comenzaba ya a fatigarme por la dilatada jornada, y mi cuerpo
principiaba a manifestarlo. Miro mi muñeca para ver la hora, y, de pronto,
desde el mismo costado, la sombra de una persona brinca sobre la vía, atraviesa
rauda, interponiéndose en medio de aquella soledad en mi trayecto, enseguida
reacciono para evitar la colisión, pero hasta allí tengo memoria. Es lo último
que recuerdo de aquel instante. 
 
VI
–¡Caramba, curioso
nombre! Supongo que era un caserío próspero años atrás, con más población que
ahora, quiero decir.
–No vayas a creer,
mientras viví aquí, siempre fue un pueblo humilde y desamparado, pero es
cierto, poco a poco fue despoblándose hasta desaparecer. Ya ni siquiera figura
en los mapas viales ni los avisos de la vía señalan su proximidad.
–Por eso, justamente, le
pregunto, porque en ninguna parte noté indicación alguna sobre San Sebastián de
Las Tasajeras.   
–¿Y cómo vas a verla?...
¿Acaso no comprendes?... ¿Quién se molestaría en anunciar una reverberación?
De nuevo interpreto el
modo figurado con que se expresaba Faustino Perales. Cada vez que hablaba, tras
aquello que debería ser una elemental respuesta, en su lugar, había toda una
inspiración reflexiva, una disquisición meditabundamente estrafalaria.
–Es cierto, el vecindario
es lo más parecido que yo haya visto a un pueblo fantasma –le digo sin mucha
convicción, pues no conocía ninguno de ellos.  
Un aroma a flores mustias
se alza de pronto sobre el ambiente seco de la meseta. Es el mismo que flotara
en la carretera hace rato viniendo de algún lugar impreciso. Inspiro olfateando
el aire para buscar la corriente que lo trae, pero no hay manera de rastrear su
origen; inunda con sutileza todo nuestro alrededor, como si brotara de todas
partes a la vez.   
–Parece un caserío
espectral –volví a decirle.
–De San Sebastián de Las
Tasajeras a Las Trincheras, apenas hay unos cuatro kilómetros, quizás hasta
menos –apunta inadvertida el anciano–. Sin embargo, por una prisa que nadie le
impuso, Juvenal decidió cortar camino atravesando las laderas de las colinas
cercanas, ahorrándose de esa forma el trayecto por el asfalto –continuó
diciendo, evocando la historia–. Aquella mañana salió temprano a buscar un cartón
de huevos. No tenía un porqué, ninguna razón especial, para tomar esa ruta,
pero ese era su destino. Puede uno errar en la vida y siempre culmina atracando
en el puerto que tiene seguro –narraba el viejo, sumergido con dolor en el
recuerdo–.  A poca distancia de la
bifurcación de la troncal, aprovechando el collado de las superficies próximas,
embalando con fuerza su bicicleta, intentó cruzar la carretera. Un vehículo lo
arrolló en el acto. Pero, Juvenal, todavía no acaba de entender qué le sucedió.
Aún sigue yendo a cada rato a buscar los huevos como aquella mañana –culmina
diciendo Faustino Perales, esbozando una sonrisa, que no sabría decir sí es una
mueca irónica, o, un gesto nervioso. 
De su boca, una fila de
dientes amarillentos, percudidos por el tiempo, precariamente escondidos entre
el pelambre de barba blanca, se le asoma largos y separados como unas estacas
torcidas, mientras una fetidez que de pronto se mezcla con la fragancia de
flores marchitas que nos invade, sale del hueco oculto en el rostro que alguna
vez pareció una boca.
–¡Carajo!... ¡¿Y cómo es
eso?!... –pregunté sobresaltado. 
Cuesta abajo, la radio de
la casucha continuaba emitiendo su algarabía despiadada, de vez en cuando el
hablachento animador cesaba en su prédica vehemente y, entonces, la música de
los intermedios se disparaba con peor estridencia, por su parte, el aire,
agitando el follaje de los árboles, aproximaba o distanciaba el aspaviento
radial, dejando escuchar con relativa nitidez todo cuanto se mencionaba a
través del vibrante parlante. A veces, sin saber por qué, arreciaba tanto el
viento, que todo aquel ruidaje se perdía entre los confines del claustro
topográfico del valle. «…A la señora Josefina, en La Pedregosa, le manda a
decir su comadre Martina, que puede venir a buscar los pantalones, que ya los
tiene listos…». «…A Víctor Médina, se le informa que su mujer dio a luz un niño
varón en el hospital Central, esta misma mañana. Y que tome nota para que se
acuerde de venir a buscarla el fin de semana temprano…». «…De parte de Carlota
Naveda, se informa a la comunidad de Las Trincheras, que las personas
interesadas en el San de productos que ya cerró, después del mediodía pueden
pasar por su casa a buscar lo sorteado…». 
–¡Cuesta comprender!...
¡Cuesta comprender!... ¡Ya lo entenderás! –exclama Faustino en tono
condescendiente. 
El hombre respondió a mi
requerimiento mirándome fijamente a los ojos con una sonrisa templada. Es una
mirada opaca, sin brillo, sin aquella chiribita tan propia del halo luminoso de
la vida.  Impaciente, me dispongo a
fulminar el encuentro, angustiado por el tiempo que ya transcurría sin resolver
el percance que me había detenido en tan inusitado lugar. Observé de nuevo mi
muñeca derecha, y ahí tenía el reloj, marcando precisa la misma hora de hace un
rato. Bajo la sombra de la fronda del araguaney y el resto de los árboles, la
esfera del viejo Seiko se aprecia ahora sin el brillo que el fragor soleado de
la mañana encandilaba cuando remontaba la cuesta a la meseta. Percibí con
claridad, en el lado izquierdo del cristal, la discreta partidura que explica
su avería. No recuerdo haberme golpeado. Sin embargo, un moretón, en el envés
del brazo, donde antes me había sobado aliviando el dolor, para mi sorpresa, se
manifiesta con nitidez una contusión. Rápido me llevo la otra de mis manos a la
nuca, advirtiendo, entonces, una quebradura irregular en el cuello… ¡Una
herida! ¡Tengo una herida! Me la palpo desesperado buscando en derredor el modo
de atender mi emergencia. 
El anciano se ríe al ver
mi desconcierto, sus ojos, como unas canicas cambiando de color, se le achinan
entre las ojeras negruzcas. No dice nada, sólo ríe mientras el marfil de sus
dientes se asoma por el agujero tenebroso que la barba le rodea. 
Las primeras ráfagas del
viento presagiando las lluvias de mayo, me golpean entonces con impaciencia, al
tiempo que van levantando con brío las hojas suplicantes de la vegetación
atormentada por el verano. «…Hace unos minutos, en las cercanías de Las
Trincheras, en la carretera vieja que conducía a San Sebastián de Las
Tasajeras, acaba de ocurrir un accidente fatal con saldo de un fallecido. Las
autoridades proceden ahora a levantar el cuerpo del occiso… ¡Que el Señor lo
acoja en su seno y perdone todos sus pecados!»... «La señora Mechita le manda a
decir a doña Matilde que no se olvide de llevarle los botones de las camisas
antes del miércoles…». Vocifera a todo pulmón el animador de la radio desde la
miserable vivienda de la colina.
FIN  

 
 
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